RUBALCABA O LA SOMBRA DEL PODER

ABC-IGNACIO CAMACHO

Se sentía, también en su partido, fuera de su tiempo. En la banal política-Twitter no cabe el pensamiento estratégico

ALFREDO Pérez Rubalcaba no era en sentido estricto un hombre de la Transición, pero sí de la generación inmediata que consolidó la democracia y proyectó la modernización institucional, social y estructural de España. Se retiró, o lo retiraron, hace muy poco tiempo con la sensación ingrata de que la llamada nueva política no mejoraba en nada los resultados, ni el estilo, ni la eficacia de su propia etapa. Su último servicio al país consistió en pactar con Rajoy la operación de relevo del Rey Juan Carlos, cuando ya Podemos asomaba su estandarte republicano, y su último gesto público fue rechazar la candidatura a la Alcaldía de Madrid, molesto con Sánchez por la purga de Elena Valenciano y de otros colaboradores que le acompañaron cuando se hizo cargo de un PSOE exánime tras el zapaterato. Nunca se fue del todo, sin embargo; un hombre con sus contactos y su experiencia no podía estarse quieto mientras tuviera un teléfono cerca. El marianismo le otorgó cierto foco y cierto papel en la disolución de ETA, noticia que consideró con legítimo aunque discreto orgullo parte de su herencia. Si algo hizo siempre bien, mejor que casi nadie, fue moverse en el plano de las negociaciones secretas. De algún modo le cabía, como a Fraga, el Estado en la cabeza, pero le faltó ambición o le sobró prudencia y llegó tarde al momento decisivo después de toda una carrera de eficiencia subalterna.

Conocía a fondo los pasillos del poder y dominaba sus cañerías con tanta familiaridad que parecía que las hubiese construido. Acostumbrado a la comparación recurrente con Fouché, no le disgustaba el tenebroso apelativo porque sabía que a un político sólo se le respeta cuando es temido. Dejaba correr con sonrisa cómplice y como resignada la leyenda de su virtuosismo conspirativo; lo tenía, desde luego, capaz de cargarse un Gobierno, como de hecho hizo, con unas cuantas llamadas y una frase malvada en el instante crítico. Podía ser mal enemigo, aunque leal con los códigos de su oficio. Su olfato pragmático contenía una habilidad especial, casi esotérica, para licuar la verdad y la mentira con enorme aplomo asertivo. Pero su gran ventaja diferencial fue la inteligencia, la sagacidad, la lucidez de espíritu, un talento maquiavélico manejado con frialdad de químico.

En la época reciente se sentía, también en su partido, fuera de su tiempo. Lo estaba en buena medida porque en la banal «política Twitter» no hay sitio para el pensamiento estratégico. Bromeaba con fundar las Senectudes Socialistas y se proclamaba un vestigio felipista del Viejo Testamento. De estampa enjuta, serio como un prócer de la Restauración, vitriólico, despierto, pertenecía a la estirpe menguante de dirigentes para los que la razón y la responsabilidad de Estado constituyen principios supremos. Que esa clase de hombres se hayan quedado antiguos es una buena razón para desconfiar de los modernos.