JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo
- Pasados cuarenta y dos años, gracias a la desidia de sus mayores, la nueva generación no ha interiorizado el espíritu de reconciliación que inspiró la Constitución
Las celebraciones institucionales en torno al XLII Aniversario de la Constitución se verán este año deslucidas a causa de las precauciones que el riesgo de difusión de la pandemia aconseja tomar. No será mal que por bien no venga. Nuestra atención se entretendrá con las anomalías festivas en vez de agobiarse con las de otro orden que, en circunstancias normales, habrían sido, por derecho, las más llamativas. Y es que, con los nuevos partidos que irrumpieron por ambos flancos en el arco parlamentario y la mayor fragmentación que han creado, se han multiplicado o hecho más explícitas las reservas que la Constitución despierta en el ciclo político que se ha inaugurado. No son, además, las deficiencias de la letra lo que se cuestiona, sino que se menosprecia el espíritu y el símbolo más destacado de aquella Transición que, si los más viejos tienen como gesta del país, los jóvenes rebajan peyorativamente a la categoría de ‘régimen’. Y aunque no sean hoy, como lo eran hace no más de media docena de años, las llamas cuasirevolucionarias que se alzaban reclamando un urgente e imprescindible proceso constituyente, las brasas no se han apagado del todo. En cualquier caso, junto con la admiración, ha decaído el respeto por lo que se creyó un legado perdurable.
Dos notas caracterizan a la Constitución que, por reflejar sus vertientes positiva y negativa, resulta pertinente destacar en estos momentos de controversia. Positiva es la versatilidad que le otorga su carácter no militante. Admite la disidencia en el juego de fuerzas que intervienen en la política y no discrimina ni reprime ideas, sino conductas. Ello ha permitido incluso a quienes no la apoyan o la rechazan desarrollar, dentro de su marco, su representación en igualdad de condiciones. En tal sentido, constitucional y constitucionalista, más que términos diferenciadores, deberían considerarse sinónimos. Pero, en la vertiente negativa, la Constitución se blindó tan férreamente, que se hizo pétrea y prácticamente intocable. No me referiré ahora a las trabas concretas con que el blindaje obstaculiza eventuales reformas. Lo que me interesa destacar es que, cuando los constituyentes echaron a un pozo la llave de los cambios, lo hicieron movidos por la desconfianza intergeneracional. Pretendían dejar la Constitución a salvo de las ligerezas que generaciones futuras pudieran estar tentadas de acometer con un texto que, para evitar errores pasados, se quería estable y duradero.
La Constitución se blindó tan férreamente, que se hizo pétrea y prácticamente intocable
Transcurridos cuarenta y dos años, a aquella desconfianza se responde ahora con el cuestionamiento y con la simplista pregunta -a la vez que incontestable de manera convincente- de por qué cada generación no ha de poder elaborar y votar la suya propia. Y a la desconfianza y el cuestionamiento acompaña el desafecto. No ya la letra, sino el espíritu en que se inspiró y los valores que aquella Carta Magna aún representa no son los que está dispuesta a adoptar la nueva generación, que la juzga rehén de un pasado que la condiciona y devalúa, y del que ella se cree eximida. El mal aprovechamiento del tiempo que los mayores hemos hecho, en cuanto al ejercicio del deber de memoria y de pedagogía, ha sido además un factor adicional que ha contribuido a que haya caído en el olvido y en la tergiversación el legado que la Transición quiso transmitir hasta con el nombre mismo con que se la designó: el de tránsito a un estadio en el que la concordia y la libertad superaran un pasado de enfrentamiento y represión. A su valor normativo, la Constitución sumaba así el simbólico de encarnar la reconciliación que por primera vez preconizara en 1956 el Partido Comunista y que, a la muerte del dictador, constituía una aspiración ampliamente compartida. Pero se blindó la letra y se dejó que el espíritu vagara a su aire.
La reconciliación y la concordia tan brevemente recuperadas han devenido así polarización y frentismo. En un asombroso salto hacia atrás en el tiempo -quién lo habría dicho-, algunos parecen empeñados en reproducir, o incluso en revivir imaginariamente, el país desgarrado y roto en el que sus ya bisabuelos se enfrentaron entre sí, tras haber convertido el Congreso y la calle en semilleros de odios guerracivilistas. No deberían aquellos extrañarse ahora de los ruidos que han comenzado a oírse en los aledaños cuarteleros. Cómo recordar a tanto aventurero que todo suele comenzar por la palabra, que, como dijo el poeta romano, una vez pronunciada, vuela imparable hacia su destino. «Paz, piedad y perdón», ¿hará falta repetirlo? Estremece sólo pensarlo.