Sabino Arana, o el nacionalismo reaccionario

La Euzkadi sabiniana no es la patria de los vascos, sino de los abertzales. El nacionalismo biológico heredado de Sabino bloquea toda posibilidad de que emerja una construcción nacional bajo el signo de la integración y del pluralismo. Sí admite en cambio la sombra benéfica del terror, manifiesto o latente, siempre que esté inspirado por el patriotismo.

Tu vida, Arana-Goiri’tar Sabin, es la historia de un hombre que en veinte años forjó una patria». Son palabras escritas en 1935 por Ceferino de Jemein en la dedicatoria de su biografía del fundador y hay que reconocer que no le faltaba razón al veterano propagandista de la Juventud Vasca. En sus pocos años de actuación política, cerrada sólo en vísperas del 25 de noviembre de 1903, fecha de su muerte, Sabino Arana logró elaborar una síntesis de las distintas posiciones ideológicas que en Euskalherria expresaban el doble rechazo, frente a las consecuencias de la modernización y por la supresión de los fueros. Planteó con fuerza la reivindicación nacionalista, compaginó su radicalismo doctrinal con una creciente adaptación a las exigencias de un marco político adverso y, por fin, tuvo incluso el acierto de diseñar, con la colaboración de su hermano Luis para la ikurriña, aquellos símbolos que en el futuro habían de presidir la movilización nacionalista. Fue, en consecuencia, el político que supo atender al malestar de los sectores sociales autóctonos ante las consecuencias del intenso proceso de cambio en las relaciones de poder experimentado por Vizcaya durante el último cuarto del siglo XIX, a causa de la industrialización y coincidiendo con el fin de la era foral. Y cumplió esa labor con totales entrega y lucidez, hasta el punto de que su lógica de acción política y sus objetivos sirvieron para trazar a lo largo de un siglo las grandes líneas seguidas por la política nacionalista, tanto en el PNV como en las corrientes radicales.

Claro que este reconocimiento de su doble papel de líder político y de intelectual orgánico obliga a una precisión ulterior: desde fines del ochocientos, el tiempo de Sabino, esa condición ha sido asumida por figuras de muy diferente significación, incluidos personajes tan poco recomendables como Mussolini, Stalin, Castro y Jomeini. Tampoco la política inspirada en una concepción democrática de la nación, casos de José Martí o de Manuel Azaña, guarda relación con la xenófoba y racista de Hitler o de Le Pen. Admitamos, pues, que Sabino Arana forjó una patria. Pero, ¿con qué contenido político?

De entrada, conviene advertir de que ni el contexto histórico ni los antecedentes ideológicos hacían posible una formulación nacionalista progresiva, ni siquiera ambivalente como en el caso del catalanismo. La modernización de Vizcaya tuvo lugar por efecto de la incidencia de una variable económica externa y sucedió a una prolongada agonía de la sociedad tradicional, agravada por los traumas de unas guerras carlistas que además legitimaron el uso a la violencia y generaron la asociación entre vasquismo, antiliberalismo y religiosidad ultramontana. Tal fue el destino de las «ruinas de pueblos» que mencionaba Engels, citando a vascos y a bretones: antes de desaparecer, estaban destinadas a servir de base a causas reaccionarias. Sólo que con la industrialización la agonía acabó y fue posible intentar el control del cambio sin renunciar al fondo reaccionario de la mentalidad autóctona. Merced a la amplia difusión de la imagen del baserritarra feliz en la etapa final del fuerismo, entre 1839 y 1868, la crisis del mundo rural no constituyó un obstáculo para la utilización de sus valores y de sus mitos a la hora de afrontar la formación de la nueva sociedad capitalista, marcada tanto en burgueses como en proletarios por la integración creciente en España.

Los recursos doctrinales estaban ahí y fueron objeto de una constante tarea de reelaboración a partir de 1876. Entre otros factores, semejante labor fue propiciada por el prestigio mítico de los perdidos fueros y del idioma en constante retroceso, por la proliferación de los relatos que exaltaban e idealizaban la personalidad política vasca y, en fin, por el auge del racismo y la xenofobia frente a la inmigración atraída por la explotación de mineral y la industrialización de la margen izquierda. Recuperaban su utilidad los mecanismos de exclusión contra ‘belarrimochas’, judíos y gentes de mala raza, sobre los cuales se había asentado la pretensión de nobleza universal de vizcainos o guipuzcoanos, y con ello la cohesión del régimen foral, entre los siglos XV y XIX. Además, el carlismo había servido de puente entre los dos racismos, el tradicional y el moderno, con sus ataques a ‘belchas’, ‘azurbelchas’ y ‘cipayos’. Sabino Arana únicamente tuvo que actualizar esa siniestra tradición y volverla políticamente contra España en nombre del ‘antimaquetismo’, convertido ahora en noble defensa de los valores de una patria supuestamente independiente hasta 1839, que además, en línea con el carlismo, veía amenazada su religión católica al mismo tiempo que degeneraba la raza y desaparecía el euskera.

Los escritos en prosa, y sobre todo las poesías de Sabino, prueban hasta qué punto su visión de la agonía racial vasca enlaza con los que podrían ser llamados escritores de la desolación a partir de 1876, tendencia que culmina con un Arrese y Beitia sobre cuyos lamentos más de una vez se limita a acentuar el grado de racismo político. La presentación del vasco heroico en lucha contra el extranjero del poema Kantaurritarrak de Sabino coincide puntualmente con el Bizkaitar zarrak eta erromatarrak del imaginero de Otxandio. «Bizkaya por su independencia» no inventa nada; en sus páginas, Sabino Arana se limita a extraer la consecuencia política de una visión guerrera y arcaizante del País Vasco, muy difundida desde los ‘euskaros’ de Navarra, con Arturo Campión a la cabeza, hasta las Leyendas de Euskeria que en 1882 publica Vicente de Arana

La construcción nacional asumía así desde el principio un carácter estrictamente reaccionario, si bien a diferencia del carlismo no se trataba de volver al pasado, a pesar de las condenas contra la ‘maketizada’ y prostituida Bilbao, sino de proyectar un futuro nacional empapado de los valores que impregnaron supuestamente la raza en un pasado virtuoso. Como en el caso de la revolución iraní de los ayatolás, entra en juego un mecanismo de retroalimentación, mediante el cual, a partir de la idealización de ese pasado irreal, los grupos sociales con mentalidad tradicional están en condiciones de dar la batalla por el poder contra quienes les desplazan en el curso de la modernización, al mismo tiempo que condenan los valores y formas de conflicto que la acompañan.

El rechazo de la realidad desemboca en la configuración de un imaginario desde el cual se actúa para incidir sobre aquélla. El carácter dualista de la confrontación no admite un marco de tolerancia. La única salida es la violencia, conforme apunta Sudhir Kakar en The Colours of Violence (1995), al explicar la gestación de la agresividad comunalista entre hindúes y musulmanes en India: ‘verdades’ e imperativos de orden moral, expresados simbólicamente y envueltos en una capa de sacralización, refuerzan el sentimiento de identidad y legitiman un alto grado de violencia contra el otro.

En Sabino Arana, la exigencia principal consiste en la preservación de la pureza, cualidad esencial del pueblo vasco, amenazada y mancillada por la simple presencia en posiciones de poder del extraño interior, los españoles o maketos. Si fueran extranjeros plenos con sus consulados, como los alemanes de Mallorca constituidos en ejemplo por Arzalluz, no habría problema. El mestizaje es el mal. La pureza es ante todo pureza de raza, de sangre, lo cual coloca al nacionalismo sabiniano entre los nacionalismos biológicos como el alemán que llevó al nazismo. Lo étnico sirve de eficaz cobertura.

El pueblo vasco de Sabino es una especie privilegiada, como lo es para Arzalluz o Ibarretxe. Por eso los fueros son «leyes viejas», la expresión de una independencia gozada «desde tiempo inmemorial». La pureza encarna, siguiendo la pauta habitual de los integrismos, en la mujer vasca cuya conducta ejemplar tiene su más alta manifestación en procrear y educar a «buenos vascos», evitando toda relación con lo extraño. Estricta actitud prenazi. Eso explica los argumentos de las dos piezas dramáticas de Sabino, De fuera vendrá y Libe, donde la heroína de la antigua Vizcaya expía su pecado de amar a un castellano al morir en la lucha patriótica. En la confrontación dramática entre lo puro y lo impuro, el primer Sabino opta por la solución violenta, siguiendo el supuesto ejemplo de los vizcaínos del pasado (en realidad también del carlismo), para, al servicio de Dios y de la Raza, acabar a espadazo limpio con la dominación española.

Únicamente el filtro de las enseñanzas ignacianas permite explicar el posibilismo del último Sabino, y la preferencia por una vía política dentro de la legalidad. Los principios y los objetivos inmutables, concesiones tácticas las imprescindibles, tal será la lógica de comportamiento definida por Sabino para el movimiento nacionalista. Una regla seguida hasta hoy, sin olvidar el rechazo frente a cualquier revisión doctrinal de fondo. El dualismo radical no admite sino transitoriamente, en el mejor de los casos, la autonomía. Sólo es legitima la aspiración a la independencia. Como balance, la Euzkadi sabiniana no es la patria de los vascos, sino de los abertzales. El nacionalismo biológico heredado de Sabino bloquea toda posibilidad de que emerja una construcción nacional bajo el signo de la integración y del pluralismo. Sí admite en cambio la sombra benéfica del terror, manifiesto o latente, siempre que esté inspirado por el patriotismo. A fin de cuentas el grito de guerra, el guda-santsu, fue ya para el joven Sabino la señal que anunciaba la liberación patria.

La Euzkadi sabiniana no es la patria de los vascos, sino de los abertzales.

Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense. EL DIARIO VASCO, 22/11/2003