Saeta

Una raya en el agua

Ignacio Camacho-ABC

  • De un balcón de la calle desierta ha brotado el compás de una queja: expiación, sangre, flores secas y una Cruz a cuestas

A paso rápido y con la mascarilla y los guantes puestos has recorrido, por el camino más corto como dicen las reglas, el trayecto hasta el templo que tantas veces transitaste vestido con un antifaz negro. El bullicio de tantos atardeceres es ahora un espeso, tupido, abrumador silencio que casi te avergüenza romper con el eco de tus pisadas en el suelo, y el salvoconducto que llevas en el bolsillo no te libra de un estremecimiento de paseante furtivo, clandestino en el escenario desierto por el que te mueves pegado a las paredes como un espectro. Al llegar ante la iglesia cerrada te has detenido apenas los minutos justos para musitar una plegaria y alejarte después sin volver la mirada

como aprendiste cuando formabas parte de una compacta hilera de sombras descalzas. Todo está como siempre: la portada mudéjar, la torre sobre la que los vencejos bailan su danza, las colgaduras carmesíes, la plaza entre cuyas paredes rebota a la hora justa el sonido funeral de la campana; hasta la inmensa luna anaranjada que acude puntual entre dos luces a la cita de Pascua. Todo a punto para que inicies el ciclo de la travesía imaginaria, el viaje por el tiempo que cada año te lleva hasta el umbral mismo de la infancia. No necesitas nada más para esa evocación abstracta que te conduce al núcleo esencial de la Semana Santa como fiesta de la memoria, de la conciencia, de los sentimientos, de las emociones que permanecen plegadas como un misterio espiritual y sensitivo entre los recovecos del alma.

En ese estado de enajenación secreta has regresado deprisa sintiéndote flotar en medio de la ciudad yerma, a través un dédalo de calles deshabitadas de la efervescencia vital de la primavera. Imbuido en la introspección de tu soledad, ensimismado en tu búsqueda de las raíces de la inocencia perdida en el páramo de la madurez y sus amargas certezas, absorto en el ritual redescubrimiento de tu paisaje existencial como un emigrante de vuelta, no has reparado en la mujer que acaba de asomarse a una ventana recién abierta. Sólo cuando la voz que brota del balcón ha rasgado el aire como una flecha has alzado la cabeza para escuchar esa especie de grito modulado en el compás dramático de una queja que ha levantado un revuelo de pájaros en las azoteas; el conjuro a capella que ha hecho asomar a los vecinos como fantasmas convocados a una extraña asamblea alrededor del canto expiatorio que habla entre desgarrados ayes de un Nazareno con la Cruz a cuestas subiendo por un itinerario de sangre y flores secas. Entonces te has dado cuenta: es la voz que en ese mismo sitio escuchaste tantos años, cuando los costaleros levantaban muy despacio el Cristo que escoltabas hacia su simbólico Calvario. Ella también ha comparecido en el momento exacto, incólume a la adversidad, al desánimo, a la desesperanza y al fracaso, con la fe y la lealtad inmutable de un compromiso sagrado.