Félix de Azua-El País
Para mí el pasado es un pavoroso dinosaurio que me mira con ojos de idiota y espera el momento en que sus intestinos apestosos le digan que ha llegado el momento de devorarme
Hay dos modos de abrir un nuevo curso. Uno, el más famoso, es el de Fray Luis de León: “Decíamos ayer…”. Otro, el de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El primero se corresponde con tiempos violentos, de viles tiranos, pero ricos en fuerza interior, espiritual y mental, capaces de soportar el mal y el dolor con grave dignidad. El segundo es moderno y por lo tanto irónico, patético, da por buena la derrota y acepta la ruina sin esperanza.
Agosto ha sido un mes de cadáveres por miles, una nube de muertos que ha entenebrecido el cielo del verano como una nube de langostas. En el fúnebre mar de sudarios, muchos hemos sufrido naufragios atroces. Dos grandes hombres dignos, dos principales, Javier Fernández de Castro y Manuel Arroyo, fueron arrebatados por el huracán y nos han dejado en la desolación. Así que no puedo emplear la frase de Fray Luis porque a mí se me ha robado el ayer. O mejor aún, no tengo ya continuidad alguna con el pasado. Para mí el pasado es, en efecto, un pavoroso dinosaurio que me mira con ojos de idiota y espera el momento en que sus intestinos apestosos le digan que ha llegado el momento de devorarme.
El tránsito me lo ha custodiado un hombre enfurecido por la imbecilidad, Guido Ceronetti, que en su Viaje a Italia constata la ruina de todo aquello por lo que merecía la pena luchar. No es lectura para almas bellas: “No para todos. Sólo para los nobles, para divertirles un poco su pena, escribo. Nobles del dolor, del pensamiento, de la enfermedad, de la fragilidad, cuyas manos siento temblar dentro de las mías”, dice. También él, cada día, despertaba con el dinosaurio mirándole a los ojos y escribía a toda prisa para distraernos un poco. Al cabo, el enorme idiota se lo tragó de un bocado.