Ignacio Varela-El Confidencial
- Lo que en su origen fue una apresurada recolección de apoyos para ganar una moción de censura ha compactado como un matrimonio indisoluble
Por si quedaba alguna duda al respecto, en la primera sesión del último curso político de la legislatura se ha certificado con carácter definitivo que la llamada ‘mayoría de la investidura’ es mucho más que eso: es un contrato vitalicio que liga irreversiblemente a Pedro Sánchez a la cohorte de fuerzas populistas, identitarias y en su mayoría extremistas que lo sostienen desde que se encaramó al poder. Lo que en su origen fue una apresurada recolección de apoyos para ganar una moción de censura ha compactado como un matrimonio indisoluble: sin amor, pero repleto de sexo y, sobre todo, ligado por una tupida red de intereses comunes.
En esta sesión, Sánchez ha enviado un mensaje inequívoco: nació con Frankenstein y morirá con él, cualesquiera que sean los problemas que tenga que afrontar España en el futuro. Esta sociedad política lo acompañará en lo que le quede de vida a esta legislatura, eso está claro; pero también en las siguientes, si es que consiguiera permanecer en el poder. Descartada por inverosímil la hipótesis de una mayoría suficiente para gobernar en solitario, Pedro Sánchez solo podría seguir gobernando España con la compañía que él ha elegido: no para una temporada, sino para el resto de su carrera política, al menos mientras pretenda seguir habitando en la Moncloa. Con su comportamiento durante estos años —singularmente durante los últimos meses— ha clausurado cualquier posibilidad de que exista, hoy o en el futuro, un Gobierno presidido por él que no esté obligadamente sostenido por sus socios actuales. Si un día declaró que no podría dormir con Podemos en el Gobierno, ahora ya sabe —y con él lo sabe toda España— que no podría sobrevivir en el poder con una mayoría diferente. Estamos ante un caso singular de síndrome de Estocolmo.
Podría decirse, pues, que se ha convertido en un rehén voluntario de su propia criatura, a la que ha entregado sin posibilidad de retorno lo más valioso que han de preservar un dirigente político y su partido: su autonomía estratégica. Frankenstein ha dejado de ser para el sanchismo una opción libre y se ha convertido en hipótesis de necesidad: o dan los números con la fórmula actual o a la calle.
Naturalmente, esto tendrá efectos electorales inevitables. Cuando se abran las urnas de nuevo, todos los españoles sabrán con certeza que votar al partido de Sánchez conlleva necesariamente hacerlo también por un poder compartido con los restos de Podemos, con ERC, con Bildu (que gracias a él está cada día más cerca de sobrepasar al PNV) y con todo lo que se mueva en el espacio de la disgregación constitucional. Será la quinta vez que se presente a unas elecciones generales y la primera en la que los votantes conocerán de antemano la naturaleza de las alianzas con las que se propone gobernar. Quien lo respalde con su voto lo hará con plena consciencia y porque esa es la coalición política que desea ver dirigiendo el país. Ya no se votará a Sánchez, sino al paquete completo, con todas sus implicaciones. Y quien entonces se llame a engaño, será porque desea fervientemente ser engañado.
En este caso, se invierten los términos de la lógica política. No es la agenda del país la que determina las alianzas más útiles para llevarla a cabo, sino al revés: los aliados ya vienen definidos de antemano y la agenda del Gobierno se construye a la medida del pacto, no a la del país.
La situación que vivimos era una ocasión clamorosa para que el presidente del Gobierno demostrara por una vez que, llegado el caso necesario, es capaz de modular su personalísima concepción de las relaciones políticas y practicar algo que se aproxime a una política de concertación nacional, aunque solo sea para hacer frente a una emergencia. La confluencia de una guerra de invasión en territorio europeo, una crisis energética que conducirá a restricciones severas, una espiral inflacionaria desbocada con la perspectiva de una probable recesión y la precipitación del agobio climático que quema etapas a una velocidad muy superior a la prevista pide a gritos un ejercicio de consenso entre partidos y entre instituciones. Pero está claro que eso es incompatible con la personalidad de Pedro Sánchez, salvo que la palabra ‘consenso’ se interprete como sumisión a sus designios.
Su coalición, por otra parte, está poseída por una vocación excluyente: cualquier intento de abrir una puerta a la colaboración transversal con los de la trinchera de enfrente pone en peligro su propia existencia. Es un ajuntamiento que se nutre de la dialéctica amigo-enemigo y se desestabiliza sin ella.
La avalancha de dicterios del oficialismo contra Feijóo por su negativa a rubricar sin más el enésimo decreto-ley cocinado en exclusiva por el Gobierno tendría una base más sólida y algo más de crédito si viniera precedida de un intento de diálogo, aunque fuera simulado. El día que el líder del PP declaró que sería necesario tomar medidas enérgicas de ahorro energético, un gobernante cuerdo y políticamente autónomo le habría llamado al instante para invitarlo a intercambiar criterios, ya que el Gobierno estaba preparando una norma sobre el mismo tema; de paso, habría propuesto una consulta previa a las comunidades autónomas, que son quienes tienen que ejecutar esas medidas. Así, al menos, se habría procurado una coartada para justificar después la catarata de insultos.
Sánchez no lo hizo porque no quiere y, además, no puede. No quiere porque hacer algo así violenta sus instintos y su idea del ejercicio del poder, y no puede porque el mero hecho de consultar a la oposición provocaría el amotinamiento de los socios a los que se ha enfeudado sin remisión. Al aferrarse al método del hecho consumado, el ataque furibundo al líder del PP fortalece a este ante su clientela potencial más que debilitarlo. La monomanía sanchista contra Vox llevó al partido de Abascal al 20% en las encuestas y la consigna de fuego a granel contra Feijóo contiene una clarísima invitación para que el público de la grada derecha y muchos de la de los huérfanos se agrupen en torno al agredido, pensando: si estos lo atacan así, será que realmente lo temen.
A un Gobierno de la derecha, en la circunstancia por la que está pasando la población, ya le habrían convocado un par de huelgas generales. Los sindicatos oficiales (nunca mejor dicho) jamás le harán eso a Sánchez y Yolanda, suceda lo que suceda. Pero eso no significa que, ante la constricción económica masiva, este Gobierno se ahorre una ración generosa de conflictos sociales: cada vez hay más sectores que se movilizan espontáneamente, fuera del control de las burocracias sindicales tradicionales, y son capaces de poner el país patas arriba.
En cuanto al guionizado truco de ofrecer la tramitación del decreto-ley como proyecto de ley, es difícil que esa supuesta ley llegue a promulgarse, como saben bien los partidos que se ampararon en la promesa para vestir su voto afirmativo. Entre otros motivos, porque las medidas que contiene esta norma serán superadas por la realidad en pocas semanas —ya están superadas, de hecho— y ello conducirá a un nuevo decretazo unilateral ‘por razones de urgencia’. Es el estilo de la casa.