Muchos, para enfatizar la gravedad de la situación producida por la Ley de Amnistía de Sánchez, hablan de un cambio de régimen, de un golpe de Estado, del fin del Estado de derecho.
No se imaginan una situación de gravedad si no es desde la excepcionalidad y la dictadura tiránica. Y, entonces, tienen que dibujar a Sánchez con rabo, tridente y cuernos para montar un relato de oposición contra su gobierno.
Vox, por ejemplo, ya había dicho, durante la pandemia, que Sánchez era un sátrapa dictador. Y ahora sus líderes lo vuelven a decir, después de que Sánchez hubiera por enésima vez terminado con la democracia y el Estado de derecho.
No sé a cuántos funerales del Estado de derecho hemos asistido ya los españoles, si hacemos caso a los líderes de Vox. Y es que funciona en ellos, y también en los líderes del PP, que en esto están de acuerdo, más la fantasía que el entendimiento, con estas proclamas asustaviejas.
«Sánchez ha acabado con la democracia», denuncian, sobreentendiendo que el propio sistema político democrático, por democrático, no puede producir perversiones o aberraciones en su seno que conduzcan a la descomposición del país.
Si se producen malos resultados e injusticias es porque el sistema ha dejado de ser democrático en manos de un déspota tipo caribeño: castrismo, chavismo… Es todo lo que se les ocurre pensar para atacar a Sánchez (Venezuela y Cuba, Cuba y Venezuela).
Pero con Sánchez no hay ningún cambio de régimen. Este diagnóstico es pura retórica que busca un golpe de efecto para soliviantar a una población que, se sabe, está completamente imbuida de lo que Gustavo Bueno llamaba «fundamentalismo democrático».
Porque Sánchez no introdujo ningún cambio (salvo en el Código Penal, y muy sutil, que no justifica la idea de un cambio de régimen). Sino que lo que hizo y hace Sánchez es usar, sin más, desde el más descarado oportunismo, eso sí, los mecanismos del régimen democrático para su propio beneficio.
El separatismo estaba y está ahí, perfectamente instalado en los ayuntamientos, en los parlamentos regionales, en las Cortes españolas y en el Parlamento Europeo. Sánchez no tuvo que sacar a Puigdemont de ningún zulo clandestino ni, por supuesto, de ninguna prisión para pactar con él.
De la misma manera, el control partidista del Consejo General del Poder Judicial también estaba ahí (estuvo ahí desde el principio) antes de Sánchez.
Por otro lado, la llamada «constitucionalización» de los partidos políticos, que en nuestra Constitución viene dada por el artículo 6, consagró lo que Michels llamó «ley de hierro de las oligarquías», convirtiendo a los partidos políticos en auténticos «príncipes modernos» (por decirlo con Gramsci). Es decir, en unas máquinas extraordinarias de poder.
Son asociaciones privadas, no nos olvidemos, cargadas de nepotismo sectario, que funcionan como agencias de colocación de las que dependen servilmente cientos de miles de familias, negocios y tinglados empresariales varios. Y, principalmente, los medios de comunicación.
En estas condiciones, la decisión de Sanchez de amnistiar al separatismo no es un acto antisistema, sino que es perfectamente congruente con el mismo.
¿Por qué Sanchez pudo y puede hacer eso? Pues porque, por oportunismo (sí, todo el que se quiera), ha podido utilizar todos los resortes que le brindaba el sistema para realizar esa ley. No hay excepcionalidad, ni metábasis o cambio de régimen en la Ley de Amnistía. Incluso la Constitución está más cerca de esa realidad «plurinacional» (artículo 2), que predican Sánchez y Yolanda Díaz que de la afirmación unitaria de la nación española de la que hablan Vox o el Jacobino.
Así, en apenas seis años, todas las causas judiciales abiertas como consecuencia de la acción sediciosa separatista del 1 de octubre de 2017, y los delitos vinculados a ella, han quedado completamente anuladas. Disueltas y liquidadas. Y todo con el apoyo propagandístico de los medios de comunicación a sueldo.
Sólo hizo falta que un oportunista como Sánchez tuviera necesidad de los votos de Junts para que todo el aparato judicial del Estado se viniese abajo como un castillo de naipes. Bastó la voluntad de un ambicioso, y el interés de su partido, para convertir al Estado en una quimera incapaz de dar respuesta represiva a una acción sediciosa separatista. O, más bien, capaz de anularla, una vez que se había puesto en marcha con el artículo 155.
En definitiva, es el régimen democrático, sin necesidad de un cambio del mismo, el que ha permitido que el separatismo esté presente en todo el aparato institucional del Estado, tanto a nivel nacional, como regional, como municipal, e, incluso, a nivel diplomático internacional.
Lo único que ha hecho Sánchez es tener el suficiente cinismo, muchísimo, para utilizarlo pro domo sua con una población completamente anestesiada por el miedo a la «extrema derecha».
Que no, que no. Que no hay cambio de régimen. El desastre lo trae este mismo régimen del 78.