FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

En cierta ocasión, Winston Churchill, con su proverbial capacidad para redondear frases como titulares de periódico, admitió que, a menudo, se había tenido que comer sus palabras y que había comprobado –remachó– que resulta «una dieta equilibrada». No hay que ser, desde luego, Kant para discernir que sólo un necio puede presumir de no cambiar jamás de opinión y el héroe de la Inglaterra contemporánea no se hallaba entre tales cernícalos. Modificar el punto de vista –más difícil cuando se trata de erradicar un prejuicio– puede ser una muestra de inteligencia.

Otra cosa es cuando se trata de opiniones tornadizas que, cual caprichosas veletas, giran gráciles en función del viento. Ello lo plasmó Zapatero con aquella declaración en la que, para pasmo general, petrificó que las palabras deben servir a la política, y no al revés. En aquellos términos, resumió su volatinera forma de gobernar. Si eso sucedía con el ZP de la holgada mayoría, esa práctica se multiplica exponencialmente en la peculiar circunstancia de Pedro Sánchez.

A merced de los acontecimientos, personifica la incoherencia. En sus primeros cien días de Gobierno, está por ver un solo asunto en el que no haya debido desandar lo andado, no una, sino varias veces. Ni siquiera cabe aplicarle la socorrida frase de Fraga de que el PSOE sólo acierta cuando rectifica. Con tales bandazos, luego justificados como supuestos globos sonda, resulta prodigioso que el Gobierno no haya descarrilado, pese al corto trayecto recorrido desde el golpe de fortuna que le franqueó La Moncloa.

Para afrontar un mandato tan azaroso, imprevisible y volátil, dada su precariedad de escaños y su alta dependencia del independentismo y del populismo neocomunista, Sánchez se rodeó de un gabinete arco iris en el que cohabitan especies de todos los pelajes, de suerte que le facultara disponer del ministro de conveniencia para proyectar el mensaje que cuadrara en cada momento. Ora Josep Borrell, al que ERC borra del callejero de su pueblo ilerdense, ora Meritxell Batet, que les baila el agua; ora Margarita Robles, que defiende al juez Llarena, ora María Dolores Delgado, que pone al instructor del golpe de Estado del 1-O a los pies de los caballos de los bárbaros… y así hasta darle la vuelta a la mesa del Consejo de Ministros.

Lo peor es que, al cabo de semanas asistiendo a funciones cuasi diarias de ministros contradiciéndose entre sí y obligando al presidente a tener que desmentirlos, ahora es éste quien protagoniza en persona el espectáculo de desmentirse a sí mismo cada cuarto de hora. Tal desbarajuste le somete a tales niveles de irradiación mediática que ello puede apresurar su ingreso en la unidad de quemados antes de que estos daños sean irreversibles.

Atendiendo a su carrusel de declaraciones contradictorias y actuaciones contrapuestas en función del interlocutor o del auditorio, nuestro Yes man, el presidente del sí por adelantado, tras el «no es no» y del «qué parte del no es la que no ha entendido», evoca una de las anécdotas que se le adjudican al Conde de Romanones. Aconteció en las Cortes republicanas y fue a raíz de un alarde declamatorio del presidente de la Cámara, Niceto Alcalá-Zamora, paradigma del prohombre que antepone modular bien una frase a darle sentido a las cosas que decía. Un grupo de periodistas se arremolinó en derredor del cacique de la Restauración para interesarse por su opinión. Aunque ya debía andar sordo como una tapia, contestó sin titubeos que el discurso le había parecido magistral. Como quiera que un reportero de los de colmillo retorcido creyera detectar un deje irónico en aquel galápago de innúmeras conchas, le repreguntó qué habría respondido si el prócer cordobés hubiera dicho lo contrario. Cachazudo, Romanones sentenció sarcásticamente: «Pues le contestaría exactamente lo mismo».

La humorada de aquel vestigio del viejo orden político ilustra la conducta de Sánchez: repetir la misma respuesta afirmativa sin reparar en el tenor de la pregunta. Así, sin andar de por medio ni horas 24, pudo comprometerse el jueves de mañana con el eurocomisario Moscovici en presentar un plan claro de control del déficit y, por la tarde, pactar un mayor gasto con su socio preferente o de «cogobierno» Pablo Iglesias. Inevitablemente, engañó a uno o a otro, si es que no lo hizo con los dos.

Al modo de Groucho Marx –«He aquí mis principios; pero si no les gustan… ¡estoy dispuesto a cambiarlos!»–, Sánchez quizá piense ganar tiempo con una argucia como la del genial cómico cuando se dispone a fichar al tenor Baroni en Una noche en la ópera, esto es, introduciendo en ambos compromisos incompatibles entre sí una cláusula tan enmarañada como aquella: «La parte contratante de la primera parte se considerará como la parte contratante de la primera parte…». Quizá eso explique el trabalenguas de Iglesias cuando trató de explicar los acuerdos que apalabró con Sánchez y que, a la hora de concretarlos, le llevó repetidamente a remitirse a una de esas mesas de diálogo abiertas entre ambos grupos parlamentarios.

Como no es posible soplar y sorber a la vez, de igual manera que no se puede estar en misa y repicando, más pronto que tarde Sánchez tendrá que deshacer el equívoco. Si es que antes no se precipita a convocar elecciones al confluir la fecha de pago de sus deudas de juego electoral y el agravamiento de la situación económica de modo tan apreciable que haga resentirse el bolsillo y el voto de los ciudadanos. Asunto éste sobre el que el Gobierno se hace el distraído al igual que los monos de Gibraltar. Como tampoco quiere ver ni oír lo que ocurre en Cataluña, limitándose a cerrar la boca no sea cosa de que le entren moscas.

Claro que siempre Sánchez podrá recurrir a la argucia de la cabra, como el rabino aquel al que se encomienda una menesterosa madre para remediar su penuria de criar a sus cinco hijos apretujados en un mísero chamizo. Tras prestar oídos a su penalidad, el rabino se interesa en saber si posee una cabra. Al responderle que sí, le sugiere que meta también al animal en el cuchitril para que conviva como un miembro más de la familia.

«¿Pero cómo vamos a vivir entonces?», le objeta. «Haz lo que te digo», insiste el clérigo. Al fin, la atribulada acata la recomendación con la obediencia del que fía su suerte a un milagro. Al poco, acude más descorazonada si cabe quejándose de que «nuestra vida es un infierno mayor». «Bueno, siendo así, saca la cabra», le admite. A la semana, la mujer retorna feliz como unas castañuelas: «¡No sabe qué a gusto vivimos ahora con los cinco niños en la habitación y sin la cabra!».

Moraleja: Ocultar un problema con otro mayor, a veces, obra portentos tan inesperados como el del rabino siempre que la cabra no se adueñe de la estancia y sea «la casa de las chivas», rememorando el exitoso drama teatral de Jaime Salom sobre la Guerra Civil.

De momento, como ha puesto de manifiesto la visita del ministro Grande-Marlaska a Barcelona para asistir a la Junta de Seguridad, el Ejecutivo opta en reducir los hechos a palabras. Persiste en la estrategia fallida de tratar de aplacar al tigre independentista como si fuera de papel, aunque se pasee con sus víctimas entre las fauces. Así, deja en manos de Torra la retirada de los lazos amarillos, cuya colocación él mismo promueve y que lleva en la solapa como si fuera una alta condecoración.

Al tiempo, el xenófobo Torra acosa policialmente a quienes retiran esta muestra denigratoria para la democracia española y de apoderamiento del espacio público por el independentismo. Menos mal que los jueces han salido en defensa de esos resistentes y deberían hacerlo también en protección de los derechos de tantos Manolo García a los que no sólo se les relega a ser los últimos de la fila en una sociedad excluyente, sino que se les hostiga en su actividad laboral. Obviamente, no me refiero al popular cantautor barcelonés –Dios no lo quiera–, sino al hostelero de Blanes de ese nombre que se niega a que le afrenten plantándole lazos en su modesto bar.

Sin duda, un acto de ceguera consciente o de ignorancia deliberada, si se quiere, por parte de Grande-Marlaska y tan contagiosa como la del Ensayo sobre laceguera, de José Saramago. Ya infecta también –esperemos que no irremediablemente– a la presidenta del Congreso, Ana Pastor.

No ha tenido mejor ocurrencia que mostrar su predisposición a extender la alfombra roja para que acuda a la Cortes el mismo Torra que mantiene clausurado el Parlamento catalán para no someterse al control de la oposición y ser él, por contra, quien fiscalice a esta, como en los regímenes totalitarios. Parece que Pastor ha querido echar su particular cuarto de espadas después de que Pedro Sánchez quisiera reponer al Estatuto catalán sus artículos declarados inconstitucionales en su día. Ello no satisfará a los independentistas. Por contra, sí abona sus tesis y deslegitima al Tribunal Constitucional, dándole alas en sus propósitos a los soberanistas.

Así, cabe preguntarse: ¿En qué cabeza entra que, al cabo de un año de aquel «golpe parlamentario revolucionario» –como certeramente lo califica el catedrático Antón Costas, ex presidente del Círculo de Economía de Barcelona– la residencia de la soberanía nacional rinda tal pleitesía a quien se ratifica en su determinación en romper de forma unilateral el ordenamiento y la estructura del Estado? ¿En que mundo viven estas «criaturas ministeriales» a los que el coche oficial encapsula y enajena de la realidad?

Mucho más ininteligible resulta aún que la promotora de esta ingeniosidad sea el principal cargo institucional del mismo PP que aplicó un artículo 155 de mínimos para abortar aquel acto de subversión, tras negar denodadamente que fuera a celebrarse aquel referéndum ilegal e ilegítimo, y cuya dirección actual, con Pablo Casado a la cabeza, exige su restablecimiento en vista de que el títere Torra está resuelto a llegar tan lejos como su ventrílocuo, el prófugo Carles Puigdemont. Viendo los palos de ciego de los dirigentes del PSOE y de algunos del PP por no querer ver lo que tienen delante de sus narices, se asiste a un caos como el que se desata en el pabellón psiquiátrico de la celebrada novela del Nobel luso.

Comportarse como esos monos de Gibraltar que «tapan los ojos para no mirar», siguiendo el estribillo de aquella canción de Víctor Manuel, no sirve cuando Cataluña se adentra de la mano de los independentistas por un camino que lleva a darse de bruces con una tapia como aquella otra de Tarazona que se interponía en el desfile procesional que guiaba el sacristán y que cerraba el alcalde. Cuando el ensotanado acólito, a punto de estamparse con la medianera mandó retroceder, el regidor, terco como una mula, le cortó en seco a voz en grito: «¡Tarazona no recula, aunque lo mande la bula!», al tiempo que ordenaba saltar la tapia con insignias y estandartes.