LUIS VENTOSO, ABC – 08/07/15
· La mayoría de los navarros se sienten precisamente eso: navarros.
Con los sanfermines ocurre como con la vieja mili: quien pasó por allí disfruta contando anécdotas en plan abuelo Cebolleta, pero es un microcosmos paralelo, que no acaba de entenderse sin vivirlo. Merced a un arriesgado rapto de tolerancia de mis padres, tenía 18 años la primera vez que aterricé en el bolingón en honor a San Fermín (sí, yo también me sé la parte antropológica, cultural y religiosa, pero seamos francos, aquello va mayormente de comer, beber como un buzo y, si estás en edad, practicar las artes cinegéticas noctívagas).
Acudí con otro amiguete coruñés y éramos unos gañanes de bisoñez tan consumada que pensábamos que el encierro se celebraba a las tres de la tarde, pues esa era la hora a la que lo habíamos visto toda la vida en el Telediario. Poco duchos en darle al morapio, el alba nos sorprendió un tanto afectados, transitando zombis por las calles atestadas del encierro. Cuando empezaron a vocear por allí aquello de «¡que viene!, ¡que viene!», resultó que sí, que venían. Arrancamos a correr como hobbits perseguidos por una horda de orcos y en estado de pavor cagueta absoluto esprintamos delante de unos peligrosísimos toros. Toros, ay, con cencerro. Y es que luego, cuando estábamos jactándonos de la fazaña, descubrimos que habíamos corrido delante de los mansos que guían a las reses bravas.
De los sanfermines de la mocedad se guardan recuerdos divertidos y nebulosos, pero con fecha de caducidad, enmarcados en los despendoles propios de la edad de las esperanzas. Allí descubres que «Paquito el Chocolatero» es el más importante de los himnos, o te pones de mugre hasta las orejas en el tendido de sol, ajoarriero incluido, y hasta te hace coña y te ríes. Allí, en sombra, vi la tétrica cogida del Miura que se fue al cuello del legionario Padilla. Aquel día la plaza enmudeció. Una mañana puedes amanecer en un parque; otra, en una casa que no conoces y con una cara guapa al lado que tampoco conoces.
Almuerzas bocatas de lomo con pimientos a las once de la mañana, para hacer cuerpo para los esfuerzos etílico-joteros que siguen al chupinazo, tomas chocolate con churros por prescripción facultativa y ves de bajón los bonitos corros de jotas vespertinas en la plaza del Castillo. También leí la novela de Hemingway, que sale a trola por página (nadie bebe tanto, gallea tanto ni pesca tantas truchas como don Ernesto). Hace un par de años volví a pasar un día por allí, ya de adulto casado. Dejamos el coche aparcado en San Juan, con ticket pagado hasta las cuatro y media de la madrugada. A la una y media ya estábamos de vuelta en casa. Cada momento tiene su afán.
He visto sanfermines muy politizados, blancos y directamente machacados por los asesinatos de ETA. Pero no conocí Navarra en las fiestas, sino luego, viviendo allí cinco años como estudiante, lo que me llevó a tener familia navarra. Ahora sé que los navarros son nobles casi hasta la caricatura, directos, trabajadores, ajenos a los repliegues de la ironía y los más fiables de los compañeros. De Pamplona para arriba, aquello mira a lo vasco, pero son mayoría absoluta holgada los navarros que se sienten solo eso: navarros (y que nadie les diga que Navarra no es Shangri-La, el edén).
La ikurriña en el balcón del ayuntamiento que ha colocado Bildu, que gobierna tras lograr la mitad de concejales que UPN, que ganó con diez, suplanta la opinión de la mayoría de los navarros. Sería solo una rareza más en el mundo irreal de la fiesta, de no ser por el detalle de que el partido que izó la bandera tiene el pasado que tiene. El peor posible. Y eso ni tiene gracia, ni es fiesta ni es Navarra.
LUIS VENTOSO, ABC – 08/07/15