José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Acaso Pedro Sánchez y sus asesores no reparan en que sus políticas y sus alianzas son una factoría de producción de votantes que se irán a la abstención o a opciones de derecha

El movimiento cívico que convocó a miles de ciudadanos el pasado sábado, con éxito de asistencia en la plaza de Cibeles en Madrid, contra las políticas del Gobierno que se detallan en el manifiesto suscrito por personalidades y asociaciones de distintos ámbitos, instó una iniciativa, que además de legal fue perfectamente legítima porque implicó un ejercicio de las libertades constitucionales. Pero la movilización popular subraya también —aunque sea de modo implícito- un cierto fracaso del principio de representación política. Porque, en rigor, en una democracia liberal, en la que la soberanía queda depositada por el cuerpo electoral en diputados y senadores, el ágora de debate suficiente debería ser siempre el institucional. 

De ahí que haya sido muy oportuna la presentación ayer en Cádiz por Núñez Feijóo del Plan de Calidad Institucional que reitera la procedencia de un acuerdo para que gobierne la lista más votada y mecanismos para evitar el carácter condicionante de los extremos del espectro político y medidas de transparencia que harían más higiénica la vida pública. El presidente del PP plantea hasta 60 medidas que afectan a reformas de calado en el régimen electoral, en el Código Penal, en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, en la Ley Orgánica del Poder Judicial, en el CNI, en RTVE, en el CIS, criterios de restricción en la aprobación de reales decretos leyes y la derogación de la ley del solo sí es sí y de la última reforma penal, que eliminó la sedición y abarató las sanciones a la malversación.

Pero mientras tanto, y con la negativa fulminante del PSOE a admitir un diálogo sobre las propuestas del PP, la debilidad del principio de representación institucional apela a los grupos parlamentarios y, en este caso, en particular, al presidente del Gobierno. Sánchez cometió dos errores el domingo pasado: el primero, al comparar la concentración madrileña con la manifestación en Barcelona de los independentistas el pasado jueves con motivo de la cumbre hispano-francesa, y el segundo, al proferir descalificaciones contra las decenas de miles de ciudadanos que le expresaron su rechazo en la calle.

Sánchez y otros muchos deberían preguntarse por qué una personalidad como Fernando Savater, un filósofo reconocido, un hombre con encarnadura ideológica de izquierdas, un claro opositor al terrorismo etarra, firmó la convocatoria y ese mismo sábado escribió en El País un expresivo artículo titulado «A Cibeles«. Reflexionaba el filósofo que “a veces la política es decir no. Hoy somos muchos los que creemos que ha llegado el momento de decir no visiblemente, colectivamente, pacíficamente. Nada que ver con los que asaltan edificios gubernamentales en USA o Brasil: tenemos aquí alborotadores subversivos como esos, a los que el Gobierno alivia su responsabilidad penal cuando puede mientras pide mano dura contra los de otros países. Más tradicionales, nosotros queremos gobernantes que prefieran el todo a las partes, la imparcialidad al partidismo, la verdad común a la ideología particular. Vamos a Cibeles”. 

La cuestión está en determinar quién ha cambiado, si Savater o el PSOE de Sánchez, si Savater es un inmoderado o lo es el Gobierno de Sánchez, si la izquierda del presidente es la compañera de viaje de los independentistas y populistas (léase a Lambán el pasado domingo en El Confidencial) y por ello más democrática y auténtica o el verdadero progresismo lo encarna la figura de un filósofo que no se ha desmentido ni una sola vez en su vida y que se declara incompatible con los socios gubernamentales.

Acaso Pedro Sánchez y sus asesores no reparan en que sus políticas y sus alianzas son una factoría de producción de votantes que se irán a la abstención o a opciones de derecha. En todo caso, que quedarán abatidos por la frustración de una izquierda irreconocible que no vota en el Parlamento Europeo por la libertad de expresión para no molestar al rey de Marruecos, que hace leyes desastrosamente confeccionadas que rebajan penas a agresores sexuales y los excarcelan o que aprueba deprisa y corriendo reformas del Código Penal para beneficiar a sus socios delincuentes, al margen de la incompetencia en la redacción de esas normas ad hoc.

Casi al mismo tiempo que la concentración en Cibeles, el miércoles pasado, 18 de enero, un nutrido grupo de personalidades de distintos ámbitos —inicialmente 255 firmas que se han ido incrementando a partir de entonces (manifiestoanteeldesafio@gmail.com)— lanzó un manifiesto “a la sociedad española ante el desafío constitucional” cuyo párrafo más significativo, además de las denuncias de las políticas del Gobierno y un reproche dirigido al PP, era el siguiente: “Nuestro llamamiento es al PSOE para que recupere su proyecto histórico, que le llevó a contribuir a la elaboración y respaldo de la Constitución de 1978, instando a que alcen la voz los muchos socialistas, hoy silentes, que observan alarmados este proceso de deserción de sus compromisos constitucionales”.

Entre los firmantes —en orden alfabético— aparece Juan Luis Cebrián Bonet, con la doble condición de “presidente de honor de El País y académico de la RAE”. ¿Se ha convertido el primer director de ese periódico en un inmoderado? ¿No fue él el director del diario que salió con un titular memorable la madrugada del 24 de febrero de 1981, horas después de haberse iniciado el frustrado golpe de Estado? ¿No encarnó en su momento una referencia de periodismo progresista? ¿Es Juan Luis Cebrián —y con él tantos otros firmantes de distintos ámbitos— un quintacolumnista de los ultras y fachas? ¿Quién se ha movido, él o Sánchez y su PSOE? ¿No suscita a nadie en Ferraz alguna reflexión leer el listado de los que suscriben ese manifiesto? 

La moderación no es contemporizar con el radicalismo emboscado, ni con el progresismo autoritario e incompetente, ni con el sectarismo de un Gobierno que se alía con los enemigos del Estado. Callar ante esa realidad tan obvia es una forma de abdicación en el ejercicio de la ciudadanía. Por eso, el sabio san Agustín escribió que “la moderación es la madre del orden. Y el orden, lo es de la paz”.