- Ni el uno ni la otra están emocionalmente concernidos por la transición, de modo que si fracasa Feijóo, la colisión entre ambos provocará un siniestro total
Núñez Feijóo dispone de una sola bala: debe no solo ganar las elecciones generales, sino, además, ser investido presidente del Gobierno en 2024. La ralentización de su efecto en las encuestas tiene que ver, según distintas interpretaciones, con la ruptura de las negociaciones para renovar el Consejo General del Poder Judicial y, después, con descartar una moción de censura contra Pedro Sánchez tras la presentación en el Congreso de la proposición de ley orgánica para suprimir el delito de sedición en favor de los condenados por el proceso soberanista en la sentencia del 14 de octubre de 2019.
Se trasmite la impresión, muy discutible, de que a Feijóo en esos dos episodios le temblaron las piernas. La realidad es que el líder popular se vio atrapado en una pinza: los duros de su partido y la celada de Sánchez, al que no habría querido enfrentarse en una moción de censura como procedimiento parlamentario para depurar la responsabilidad política del presidente del Gobierno, tal y como establece la Constitución.
Y presionado por estos y trampeado por aquellos, tomó las decisiones que le están granjeando una lluvia de aprobaciones y reprobaciones. Ahora, a través del boquete del Consejo General del Poder Judicial, con repercusiones en la Administración de Justicia y en el Tribunal Constitucional y la inédita reforma ad hoc del Código Penal, podrían entrar —de hecho, están entrando ya— las mesnadas que reclamarán un proceso constituyente porque la Carta Magna de 1978 no ha resuelto la cuestión territorial y es rígida en los procedimientos de renovación de órganos institucionales básicos en el sistema.
Si el presidente del PP no culmina sus objetivos en las elecciones generales de 2023, los destinos de Pedro Sánchez se cruzarán inevitablemente con los de Díaz Ayuso porque la presidenta de la comunidad madrileña es la horma del zapato del socialista y se parece a él en un punto esencial: carece de inhibiciones, incluso si por la izquierda se le lanzase el órdago de un cambio constitucional profundo. Porque ni ella, nacida en octubre de 1978, ni Sánchez, nacido el 29 de febrero de 1972, votaron la Constitución; porque ninguno de los dos vivió el momentum de la transición; porque ambos son generacionalmente nietos de aquellos acontecimientos, pero no hijos del tránsito histórico de la dictadura a la democracia. O, en otras palabras, no están emocionalmente concernidos por la épica de la transición que, en cambio, sí alcanza a un hombre que la vivió como Núñez Feijóo —tenía 17 años cuando se celebró el referéndum constitucional y votó en las elecciones de 1979— y que se formó en la escuela del exministro y expresidente del Consejo de Estado, del que era letrado, José Manuel Romay Beccaria.
Si la izquierda española —nada digamos de la extrema izquierda— se siente desvinculada de aquel hito (“Ahora nos toca a nosotros”, sentenció Adriana Lastra), la derecha podría aceptar el envite si la opción que representa el presidente del PP no prospera porque su alternativa sería, esta vez sí, Isabel Díaz Ayuso y no Moreno Bonilla. La presidenta madrileña no es una representante de la derecha extrema, sino del ultraliberalismo, y no rehúye —incluso lo fomenta— el choque con un Sánchez que saca de sus casillas al electorado de la derecha. El envite de la izquierda en el conflicto sanitario, en el que junto a insuficiencias evidentes se observa un tirón callejero contra la presidenta popular, trata de caldear el ambiente a meses de unas autonómicas con pésimas perspectivas para el PSOE.
Se trata, así, de otorgar a Ayuso un estatuto de máxima lideresa de la derecha, oscureciendo a Núñez Feijóo. Si hay polarización, vayamos a ella sin reticencias, esa es la praxis política de Isabel Díaz Ayuso —no la del gallego—, a la que Pedro Sánchez solo le inspira, como a muchos, una invencible desconfianza que la lleva al choque dialéctico sin importarle el voltaje del lenguaje. Tampoco él se corta en el desafío y la semántica hiriente.
En esas estaríamos si el presidente del PP no asume algunos de los criterios que no tuvieron en cuenta ni Rajoy —con él se fracturó la derecha— ni Casado —con él se pudo romper el PP— y que puso en práctica José María Aznar desde 1990 que, por denostado que resulte, es lo cierto que supo aglutinar a un amplio espectro de centro derecha, vencer al PSOE y cuajar orgánicamente un partido con una implantación territorial completa. Rodearse de excelencia intelectual, de estrategias a medio plazo, eludir los errores y, sobre todo, emitir vibraciones de liderazgo es la tarea esencial de Núñez Feijóo, sin entrar en competencias con nadie en su organización y sin emitir reticencias hacia esta o aquel. Es un hombre sensato y un político serio al que quieren tumbar con una campaña hiperbólica de descalificaciones personales.
Tengamos muy en cuenta lo que ha declarado el hispanista francés Benôit Pellistrandi, autor de La fractura de España, según el cual “el partidismo está matando el legado de la Constitución de 1978 a costa del Estado”, y también: “España debe salir de su sentimiento de fracaso que le persigue desde el siglo XVII (…) la corrupción, las élites que no estuvieron a la altura, los problemas territoriales, la crisis económica. Todo eso ha vuelto a impregnar la mentalidad española del sentimiento del fracaso, como si el fracaso fuese la salida natural de la historia de España” (El País de 17 de octubre pasado).
El académico galo tiene razón: la izquierda está ya persuadida —en mayor o menor medida— de que su papel es rebasar los límites de la transición, y la derecha presenta síntomas de frustración. En esas condiciones, si los destinos de Sánchez y de Ayuso se cruzan —ahora, aunque parezca lo contrario, no lo están—, el siniestro sería total. Núñez Feijóo es una opción sensata a la espera —¿infinita?— de ese “otro PSOE” con el que sí negociará.