JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Tanto las elecciones que se celebran hoy en Andalucía como las de Francia han desbordado sus límites geográficos y afectan de lleno a todo el país en que vivimos

Son recuerdos de viejo. Pero quienes accedimos a las urnas en edad avanzada e ilusionados por estar reinaugurando una democracia recién recuperada todavía oímos el silencio casi sagrado que se posaba sobre nuestras ciudades el día de la votación. Tenía sentido. Llegaba precedido de una jornada, llamada de reflexión, que, aunque abunden hoy quienes la declaran carente de sentido, servía para acallar el ruido de la campaña e invitaba a ejercer el derecho democrático por excelencia en la intransferible intimidad de la conciencia ciudadana. Hoy, la lejanía respecto de los hechos me permite expresar lo que pienso sin temor a turbar el sosiego de quienes se acerquen a las urnas.

Si se dejan de lado, sólo por su lejanía física, las elecciones en Colombia, donde otro Bolsonaro amenaza con recalentar aún más el ya tórrido ambiente de Iberoamérica, en nuestro más cercano entorno se celebran hoy dos comicios que, pese a su distinto carácter, prometen condicionar, cada uno en su medida, la política que más nos afecta. Me refiero, de un lado, a los autonómicos de la Comunidad de Andalucía y, de otro, a la segunda y definitiva vuelta de las elecciones legislativas francesas.

Los de la Comunidad de Andalucía han desbordado sus límites geográficos y adquirido relevancia de generales. Cabría considerarlas su ensayo general. La incógnita a despejar se centra, casi por interés de Estado, no tanto en quién se llevará la victoria, cuanto en qué puesto obtendrá y qué papel desempeñará ese, hoy, tercero en discordia y, siempre, inquietante Vox. Dos reflexiones al respecto. La primera versa sobre las posibilidades que a este partido atribuyen las encuestas y que, visto el desarrollo de la campaña, resultan desmesuradas. Cuesta creer, en efecto, que las excentricidades de la candidata local, Macarena Olona, y el fanatismo histérico de la exótica invitada, la neofascista italiana Giorgia Meloni, sean del agrado de un ciudadano andaluz que aún conservará de Séneca una brizna de su estoica sensatez y sentido de la moderación. No sería la primera vez que la campaña se encuentra con lo contrario de lo que busca.

Más inquietante y de otro orden es la segunda reflexión. Tanto el eventual acceso de Vox al Gobierno como su apoyo a la investidura acarrearían graves inconvenientes tanto para el partido que de ello se beneficiara como para el sistema democrático en su conjunto. Vox es un partido tóxico. A su dañina ideología suma su inmadurez. Daña a quien acompaña y corroe las instituciones en que se asienta. Este segundo efecto de la corrosión del sistema pone a todos los partidos que con aquél se dicen comprometidos frente a un dilema del que no pueden desentenderse y, menos aún, sacar provecho por inhibición. Mal actuaría quien usara esa toxicidad, con su inclusión en el gobierno o su apoyo externo, para satisfacer sus ambiciones, pero no obraría mejor quien, pudiendo evitarlo, lo permitiera para sacar provecho. La amenaza de Vox va contra todos y a todos toca contrarrestarla. Nada bueno auguran, al respecto, ni los precedentes de unos ni el ‘no es no’ de los otros que aún retumba en los oídos del país. Hora es de no refugiarse en falsas razones o en altisonante retórica para implicarse o inhibirse en problemas que son de Estado. Ha llegado el punto de inflexión. O se deja que Vox sea el tema central de la próxima campaña y único del futuro debate político o, aprovechando la coyuntura, se da por acabada la etapa de extrema polarización en que la política se ha estancado.

También el resultado de las elecciones francesas nos concierne. No por el país, sino por la repercusión que tendrán sobre la Unión Europea. Sus asuntos son también nuestros. O la Unión avanza hacia una cada vez mayor federalización o descarrila todo el proceso. Forzar una cohabitación de tan contrastado signo como el que representan Macron y Mélenchon conllevaría el riesgo de hacer empantanar la política europea y provocaría en los países miembros reacciones de carácter imprevisible e incontrolable. No se enfrentan hoy en Francia dos planteamientos políticos que se alternan al uso en el gobierno del país, sino dos corrientes de pensamiento que ponen en cuestión, entre otras cosas, el propio ser de la Unión Europea. Tal y como se ha planteado el debate, la cosa va de consolidación o desmantelamiento. No es cosa que interese sólo a los franceses. No sería la primera vez que lo que ocurre en Francia afectara de lleno a sus vecinos. Con más motivo hoy, que comparten una misma comunidad política.