Soberanías

Jon Juaristi, ABC, 19/8/12

Conviene recordar que la crisis actual fue precedida por una puesta en cuestión del concepto de soberanía nacional desde la izquierda gobernante

PARECE un sarcasmo de la cronología que el segundo centenario de la Constitución de Cádiz haya coincidido con la más espantosa devaluación de la soberanía nacional que España haya sufrido desde la invasión de los Cien Mil Hijos Putativos del Duque de Angulema. Durante la última guerra civil, los bandos contendientes se acusaban mutuamente de vendepatrias, pero los apaños de uno y otro con el Eje y con Stalin palidecen en comparación con lo que, previsiblemente, serían las consecuencias de la intervención de nuestras economías por el gentil monstruo de Bruselas.

De la deuda en sí no cabría temer nada más que el despojo por las buenas o las regulares, lo que no deja de ser humillante, y de lo que hay precedentes extremos. Ya don Francisco de Quevedo se olía la que se estaba armando al comienzo de la decadencia imperial, cuando la católica Francia («hija predilecta de la Iglesia»), la cismática Albión y la calvinista Holanda se disponían a rebanar la herencia ultramarina de Felipe II: «Y es más fácil, oh España, en muchos modos/ que lo que a todos les quitaste sola/ te puedan a ti sola quitar todos». Sin embargo, el largo ciclo de disgregación territorial que, según Ortega, se habría iniciado el torno a 1580, culminó paradójicamente en la conquista de una soberanía nacional impensable mientras todas las tierras del Imperio, incluida la metrópoli, fueron posesión de la Corona por derecho divino.

Una vez metidos en ese fascinante mundo de las comunidades soberanas que llamamos naciones, los españoles empezaron a enterarse de que las relaciones económicas entre aquéllas se regían por los mismos principios que las que se dan entre individuos singulares, y de que, si debes y no pagas, el acreedor te manda a sus cobradores, que pueden ser el del frac o un equivalente al Luca Brasi de El Padrino. Muy desagradables, en cualquier caso. Los países morosos en situación de debilidad relativa lo pasaban francamente mal. Así le ocurrió a Venezuela entre 1902 y 1903, con una flota germano-británica bloqueándole todos los puertos. Ni siquiera los Estados Unidos, que, apelando a la doctrina Monroe, se reservaban el monopolio de la diplomacia de las cañoneras en todo el continente, movieron un dedo para proteger a la pobre república caribeña. También a ellos les debía una pasta sustanciosa. Como a la Madre Patria, que, por cierto, jaleó todo lo que pudo a los alemanes. Éstos se verían veinte años después en un trance parecido cuando el ejército francés ocupó la cuenca del Ruhr para apremiarlos a soltar los cuartos.

Las intervenciones posmodernas son menos aparatosas en su liturgia pero mucho más letales para la soberanía de los intervenidos. Ahora bien, conviene recordar que en España la crisis actual fue precedida por una puesta en cuestión del concepto mismo de soberanía nacional desde el gobierno y la mayoría parlamentaria. Ni la izquierda ni los nacionalismos parecen dispuestos a cantar la palinodia, y el ejecutivo carece de la imaginación política necesaria para restituir la idea de nación más allá de la metáfora deportiva. Desconcertado, el pueblo soberano se acoge a la taumaturgia, recuperando tradiciones locales del siglo XVIII, como el bandolerismo comunal en Marinaleda o las rogativas marianas en Madrid y Bilbao. Fórmulas distintas, qué duda cabe, pero ambas muy hispánicas. En México, durante la crisis de la deuda en los años ochenta, corría un estupendo chiste autocrítico. Para salir de ésta, se decía, hay dos soluciones, la milagrosa y la normal. La milagrosa sería que pagásemos la deuda; la normal, que la Virgen de Guadalupe hiciera un milagro.

Jon Juaristi, ABC, 19/8/12