Mi liberada:
El presidente no tiene nada que ocultar. Es natural. Llegó al poder a caballo de una mentira y en malas compañías. La mentira era que una sentencia judicial había establecido que el Partido Popular era un partido corrupto. La compañía era la de partidos que habían protagonizado un inaudito asalto al Estado de Derecho. El presidente está en la archimanida circunstancia del que empieza asesinando y luego ya es incapaz de ayudar a cruzar la calle a las viejecitas. El relator, vaya broma. Por qué habría de importarle al presidente que la simple irrupción de esa palabra en el discurso público infectara la democracia española y confirmara, por su boca, que España es una democracia necesitada de relatores. ¡Para sutilezas de ese tipo iba a estar el hombre que negoció y obtuvo, no ya con separatistas, sino con un prófugo de la Justicia, la presidencia del Gobierno! Por ambición, por ignorancia o por complicidad el presidente desestimó la evidencia de que el motivo principal de cualquier acción separatista es dar siempre un paso más en la labor de desprestigio y erosión del Estado. ¡Y eso que el suyo fue un paso de gigante!
El modo en que Pedro Sánchez alcanzó el poder basta para extirpar todos los complejos que pudieran derivarse de su acción política subsiguiente. Pero incluso le han blindado en lo puramente personal. El caso de su último libro es significativo. A los pocos meses de llegar a La Moncloa, Sánchez hubo de encarar acusaciones justificadas de no escribirse sus libros, ni siquiera cuando adoptaban la forma de tesis. El caso aún está vivo y una comisión del Senado investigará las circunstancias. Cualquier persona dotada de una mínima prudencia habría desistido de publicar un nuevo libro firmado por él y escrito por otro: aunque solo fuera por el eco desagradable que traía el procedimiento. Sin embargo, el presidente incurrió de nuevo en la negritud. Y previendo la posibilidad de que el nombre acabara conociéndose, decidió desvelarlo en una de las primeras páginas. Que fuera el de la periodista Irene Lozano, recién nombrada por su Gobierno responsable de España Global (la antigua Marca España), le trajo sin mayor cuidado. Masha Gessen, citada en La muerte de la verdad (Galaxia Gutenberg) –un mediocre refrito de Michiko Kakutani, durante muchos años principal responsable de la crítica de libros del Times– dijo del poder de Putin: «Reside en estar en situación de decir lo que quiere y cuando quiere, independientemente de los hechos». Es un poder limitado, comparado con el de Sánchez, que hace lo que quiere y cuando quiere, independientemente de lo que traten sus hechos y cuya estrategia de protección consiste en la exhibición descarada. Así lo dice la abusiva portada de su libro: qué carota.
Al blindaje de su pecado original hay que añadir otro. Lo resumen bien estas líneas del artículo de Nicolás Redondo, publicado el viernes en este periódico donde te echo las cartas: «Desde luego quiero dejar claro que Iceta a mí no me representa en ninguna mesa; puede representar a los socialistas catalanes, ¡allá ellos!, pero con mi silencio no usurpará la representación del socialismo español. Por otro lado, no puede haber negociación política en ningún ámbito sobre el futuro de España sin contar con el PP y con Ciudadanos. Sin esas condiciones, que preservan la historia honorable del PSOE, yo me sentiría libre para tomar las decisiones que fueran acordes con la gravedad de la situación y que tantas veces he postergado por ser fiel a unos sentimientos muy arraigados». Es decir, que los sentimientos de Redondo –su carnet de socialista– parecen haber llegado a la disolución definitiva. Hay que celebrarlo. Pero lamento decir que su coherencia está por debajo de la sanchista. «No puede haber negociación política en ningún ámbito sobre el futuro de España sin PP y Ciudadanos», dice Redondo, como si eso fuera cosa de un amenazante porvenir. Con sus mesas, con sus relatores, con sus idas y venidas en función de la tempestad, Sánchez está cumpliendo con lo que le estipulaba su pacto con el nacionalpopulismo. ¿O es que acaso después de acabar con el Pp iba a gobernar con él? Redondo es el que no ha cumplido con la obligación de cortar con sus sentimientos. Los sentimientos son una cosa peligrosísima.
Pero la culpa de Redondo es muy venial. Lo sé yo, que tengo una gran experiencia en socialistas. Desde Ciudadanos hasta Libres e Iguales mi vida ha sido una dura y febril peregrinación en busca de socialistas. Los buscaba para que participaran en actos y mítines, para que firmaran manifiestos, cartas de adhesión o de protesta; y con la misma voluntad con la que buscaba liberales: hacer del combate contra el nacionalismo un asunto transversal. Redondo, como Joaquín Leguina, Francisco Vázquez o Salvador Clotas, fue siempre de los pocos que se dejó encontrar. La inmensa mayoría se escondían y la razón siempre fue la misma: su voluntad de transversalidad acababa donde empezaba el contacto con el PP. Una búsqueda sostenida fue la de Alfonso Guerra. Debo decir que bien a mi pesar: desde que aseguraba pasar cinco horas al día escuchando a Mahler siempre me pareció un farsante. Pero, de algún modo, capitaneaba la disidencia antinacionalista de solera, y su adhesión podía suponer muchas otras. A pesar de las muchas vías que utilizamos para llegar a él no quiso firmar el manifiesto fundacional de Libres e Iguales, una elemental declaración de principios constitucionales que acababa con esta petición a los partidos: «Les pedimos que trabajen organizadamente por la deslegitimación intelectual y política del nacionalismo y que se movilicen con nosotros en defensa de la comunidad de libres e iguales que es responsable de la época más justa y fértil de la historia de España». A pesar de su negativa volvimos a llamarle muchas otras veces. Nunca ayudó. En nada. Cada vez que publica un volumen de sus memorias da unas voces. Ese ha sido su mayor compromiso.
Antes de que aceptara formar parte del gobierno más ridículo y dañino de la democracia española, Josep Borrell fue otra ilustre transversalidad atragantada. También intentamos que firmara el manifiesto. De los trámites se encargó Albert Boadella, que tenía una buena relación con él. Fue inútil y Boadella le escribió luego una carta ejemplar que empezaba así: «Quiero decirte que no me ha sorprendido tu negativa a firmar el manifiesto. Los ciudadanos que en este país os habéis instalado cómodamente en los dogmas blindados de la izquierda y habéis sacado de ellos las ventajas públicas y personales de esta posición, es lógico que os resistáis ante el riesgo que supone enfrentar la realidad de este momento y actuar con coraje. (…) Algunas de las personas que firman lo hacen sabiendo las consecuencias que les puede suponer su compromiso. A esto lo llamo patriotismo, aunque para los socialdemócratas esta palabra tenga siempre un regusto reaccionario».
Después de haber partido en dos mitades la unidad civil de Cataluña los nacionalistas tratan de hacer lo mismo en el resto de España. Es su única oportunidad. Los socialistas los están ayudando. Manuel Valls decía ayer: «Espero que figuras socialistas importantes apoyen la manifestación». Sí. Es intensamente probable. Aún no debe de saber Valls que el sentido dramático de su presencia en España es la urgente necesidad de importar socialistas que ya no pueden serlo.
Sigue ciega tu camino
A.