Juan Carlos Girauta-ABC

  • En otras manos, unas que imitaran lo que Podemos ha hecho siempre con las palabras ajenas, se interpretaría como una invitación a las jóvenes a emborracharse. O a pintar como deseable el llegar solas y borrachas a casa. Sé que Irene Montero no pretende tal cosa. Ojalá ella y los suyos renunciaran también a atribuir al prójimo, sistemáticamente, las peores intenciones

Con la lunaria y con la campanilla de las nieves os hemos comparado, y ahora dicen que solas y borrachas queréis volver a casa. No me lo creo. Tampoco se lo cree quien lo difunde pretendiendo haceros un favor. Es evidente, habrá pensado el lince, que el lema es un recordatorio de vuestra dignidad y de vuestra libertad para beber o para caminar solas por la calle sin que os molesten.

Olvidan, sin embargo, que vivimos en la era de la idiotez literalista, y entonces el mensaje resulta odioso o incomprensible. Me tomo una molestia que nunca os tomasteis los podemitas al aclararlo, porque si alguien ha cultivado esa forma de idiotez, si alguien la ha explotado hasta la saciedad

sois vosotros. Os especializasteis en extraer una o media frase de vuestros oponentes, o de cualquiera que os resultara antipático, para regodearos en una literalidad que suele mentir. Y lo hicisteis a conciencia, sin piedad.

En tanto que de rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto tenéis todo el derecho a beberos la vida a sorbos largos, a tragos cortos o a estragos. Y después, cuando el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre, también. Ni Garcilaso, ni antes Ausonio, ni antes Horacio, que lo acuñó, acudieron al tópico del carpe diem para vetar a los viejos y las viejas. Los poetas, libérrimos, constataban lo que sabe o intuye todo ser humano cuando, lamentablemente, ya es demasiado tarde.

Los hombres que amamos a las mujeres lo tenemos difícil. A mí me coge mayor y me da un poco igual, pero a los jóvenes varones les espera una vida de riesgo porque los fabricantes del lema «sola y borracha» se han puesto a legislar la inversión de la carga de la prueba en situaciones íntimas, sin testigos, que darán pie a procesos judiciales donde tres divinas palabras de una mujer serán capaces de torcer la vida de muchos inocentes: «No dije sí».

Los hombres que aman a los hombres quedan fuera de esa protección envenenada. Aunque está por ver cómo actuarán los jueces con los que invoquen que se sienten mujeres y, por tanto, lo son. Hay una guerra feroz entre los feminismos de distintas generaciones. La vieja va perdiendo, como siempre sucede, y al Partido Feminista lo han echado de Izquierda Unida porque no acaba de ver lo de los trans.

Las mujeres que aman a las mujeres no sé a qué se acogerán. Entiendo que tampoco quedan cubiertas. Sé que alguien sospechará de ese verbo en voz pasiva, gente con la mente sucia. A lo que iba: ahí, sin hombre, no hay presunción de culpabilidad.

En cuanto la borracha del eslogan del Ministerio de Igualdad esté con un borracho, las previsiones del nuevo feminismo van a chocar con una realidad que ha sido bien estudiada por la ciencia, a la que habría que acudir más a menudo. Vamos a ello, sin perder de vista que la izquierda siempre mantendrá con la realidad la relación que marca la undécima tesis marxiana sobre Feuerbach: cambiarla. ¿En qué? ¿Para qué? ¿A qué precio? Cambiarla. Punto.

De jóvenes, de borrachos, y jóvenes borrachos trata un capítulo clave del último libro de Malcolm Gladwell, «Hablar con extraños». También del consentimiento en las relaciones sexuales. Si en el Ministerio de Igualdad ojearan los resultados de la encuesta de The Washington Post y el Kaiser Family Foundation entre universitarios americanos, recogida por Gladwell, se enterarían de que «no hay reglas» a la hora de interpretar como «consentimiento de ir más allá en la actividad sexual» las siguientes conductas: desnudarse, coger un condón, asentir con la cabeza, iniciar juegos preliminares como besos y tocamientos, y no decir «no».

«Cuando un universitario conoce a otro -incluso en casos en que ambos tienen la mejor de las intenciones- la tarea de inferir intención sexual a partir del comportamiento es en esencia un tiro al aire», concluye el autor ante la estadística que muestra que aproximadamente «la mitad de todos los hombres y mujeres jóvenes no [tienen] claro si la aceptación evidente es necesaria para tener actividad sexual».

La cosa se pone peor cuando le echamos alcohol. Siguiendo la «teoría de la miopía» de los psicólogos Claude Steele y Robert Josephs, el alcohol elimina las restricciones a largo plazo de nuestra conducta, «borra nuestro verdadero yo». En consecuencia, «añadir alcohol al proceso de entender las intenciones de otra persona convierte un problema difícil en uno directamente imposible». Ocurre que el hipocampo «se apaga», ocasionando una laguna total de memoria a partir de una concentración de 0’15 en sangre. Mientras, los lóbulos frontales, el cerebelo y la amígdala pueden seguir operando normalmente. Durante la laguna de memoria se puede comprar en Amazon, irse de viaje o hablar de mil asuntos, sin que los interlocutores sean conscientes de que se ha producido el «apagón» porque sigue uncionando la memoria a corto plazo. Para una misma cantidad de alcohol, las mujeres sufren el apagón del hipocampo antes que los hombres por razones que van más allá del peso, tan a menudo esgrimido: metabolización distinta por tener menos agua en el cuerpo, mayor tendencia a beber saltándose la comida o la cena, etc. En resumen, las mujeres son más vulnerables. Y «si no puedes recordar nada de lo que te acaban de contar, no estarás tomando una decisión de la misma calidad que la que habrías adoptado si tu hipocampo siguiese funcionando».

¿Creen que todos estos hechos de la realidad no van a extender sus consecuencias al ámbito procesal cuando entre en vigor la ley de «libertad sexual»? Introducir el término «borracha» en su promoción, como si un ministerio fuera un equipo de activistas, no puede ser, como vemos, más desafortunado. En esta página sabática ha dado pie a esbozar algunas verdades incómodas de la naturaleza humana.

En otras manos, unas que imitaran lo que Podemos ha hecho siempre con las palabras ajenas, se interpretaría como una invitación a las jóvenes a emborracharse. O a pintar como deseable el llegar solas y borrachas a casa. Sé que Irene Montero no pretende tal cosa. Ojalá ella y los suyos renunciaran también a atribuir al prójimo, sistemáticamente, las peores intenciones.