Supuraciones

ABC 05/05/14
IGNACIO CAMACHO

· Ya no persiguen, como los McConville, una condena efectiva, sino solo un relato moral que ponga nombres a la infamia

EL cadáver de Jean McConville no estaba en un armario. Lo devolvió el mar treinta años después de su secuestro, tortura y asesinato. Una evidencia incómoda atravesada en pleno proceso de paz en el Ulster; una herida que supuraba de repente entre las cicatrices del conflicto. Una década más tarde los hijos de la víctima, ante cuyos ojos fue raptada por un comando del IRA, siguen porfiando por aclarar un crimen políticamente engorroso. Hay cintas con testimonios incriminatorios que conducen a Gerry Adams, el líder del Sin Féinn, el Mandela irlandés, el reconvertido promotor de la normalización ahora señalado como autor de la orden odiosa de «ejecución» de McConville.

Como debido a ciertos resquicios legales el homicidio está sin prescribir, Adams ha sido detenido e interrogado durante tres días, entre airadas protestas de los dirigentes republicanos e incluso de algunos unionistas. El argumento de la queja es obvio: interferencias policiales, manos negras, sabotaje a la agenda de pacificación. La familia de la mujer asesinada insiste con obstinación en recordar los detalles de aquel sangriento episodio de los años de plomo; la brutal irrupción a golpes en el domicilio, la implacable separación de la madre, su desaparición sin rastro, el posterior hallazgo del cuerpo torturado, incluso la macabra devolución del anilllo de la muerta como mafioso testimonio de su liquidación sumarísima. El retrato del horror anclado en el fondo de una memoria que tampoco ha prescrito y que exige justicia. Justicia al margen del contexto político. Justicia retroactiva como el dolor que no remite ni cesa. Justicia.

En España hay 336 asesinatos de ETA no solo no resueltos, sino sin autoría identificada. Un tercio de los cometidos por la banda. Los presos que podrían disponer de alguna información callan pese a que la colaboración con la justicia es requisito legal indispensable para acogerse a beneficios penitenciarios que no obstante reciben. Algunos han sido excarcelados y pasean su hosco silencio por el País Vasco. Hace poco, un antiguo guardia civil obtuvo de un recluso la confesión de un crimen que la prescripción ha vuelto impune. La mayoría de los casos permanece en un limbo abstracto, un agujero negro de la memoria civil donde nadie quiere ya aventurar siquiera el tenue foco de la pesquisa. Solo persiste la tenacidad de algunas víctimas empeñadas por su cuenta en salir al menos de esa bruma, a menudo incomprendidas o menospreciadas como enfermas de un recurrente virus persecutorio. A veces aisladas, como ciertas heroínas de tragedia griega, por su contumacia en perseguir la verdad como mínimo paliativo del sufrimiento. Ya no pretenden, como los McConville, una condena efectiva. Tan solo buscan un relato que ponga nombres a la infamia. Una certeza moral con la que sostenerse frente a la aplastante, afilada congoja del olvido.