Tener la fiesta en paz

EL CORREO 02/09/13
MANUEL MONTERO

Si los nuevos tiempos consisten en que el radicalismo ordene y mande, apaga y vámonos

En un aspecto al menos ‘los nuevos tiempos’ no son tan nuevos sino más de lo mismo. Las fiestas siguen siendo ocasión para la trifulca política. De las de altura: en esto se engañan algunos de nuestros líderes (del PNV y del PSE), que tienden a quitar importancia al guirigay veraniego por el control de la fiesta. Llegan a la conclusión de que por la paz un avemaría y, de buen grado o mirando al otro lado, aceptan que el nacionalismo radical dicte en qué consiste la paz. Y que dirija el rezo. En esto tampoco hay novedad. Ha cambiado todo para que todo siga igual. Antes mandaban en la fiesta los violentos, ahora los neodemócratas. O sea, los mismos.
En el País Vasco la fiesta se considera la máxima expresión de lo colectivo. Viene a creerse que en tal momento la sociedad se encuentra sin las ataduras convencionales de cada día y expresa su ‘ser propio’. No es sólo una cuestión de símbolos, pero también, con la importancia que esta dimensión tiene entre nosotros. Se quiere que la fiesta exprese (y construya) la auténtica identidad vasca… Así que la convierten en un ámbito señero para la expresión política. En la pelea por la fiesta suele ganar el nacionalismo radical, que, si no la controla por completo, domina espacios físicos y simbólicos. Lleva más de tres décadas organizándonos la correcta manera de divertirnos: con ellos en medio y oficiando.
La batalla de este año ha tenido un aire fundacional, por la presunción de que inaugura nuevos tiempos. Primero, las comparsas, mayoritariamente vinculadas al nacionalismo radical y que por dejación ajena dominan este diseño festivo, deciden que la chupinera de Bilbao sea de los suyos: representante del colectivo de familiares de presos de ETA. La glorificación de quienes han atacado durante décadas la convivencia no sólo insulta a las víctimas. Constituye una burla a todos los demócratas. Politiza las fiestas, máxime cuando los presos son hoy el puntal de la estrategia del MLNV. Ni por asomo han buscado una representación del sentir general de la población, sino la de sus huestes.
Lo sorprendente no es que la delegación del Gobierno denunciase el dislate, ni que el juez adoptase las medidas pertinentes, aunque sean novedad, por romper con la rutinaria aceptación de las directrices radicales. Lo que provoca perplejidad son las reacciones que han seguido.
El PNV debe de dar por bueno que en este ámbito mande el radicalismo. Se suma a su indignación y a la propuesta radical de que desaparezca la figura del delegado, para tener la fiesta en paz y de paso avanzar (juntos) en la senda de la soberanía. Llama la atención uno de sus argumentos. Asegura que, ya que estamos en los nuevos tiempos, estas denuncias no debían producirse. En la era que alborea la legalidad debería cambiarse: relajarse, para que los neodemócratas vuelen a sus anchas, se entiende. Cuando estábamos en los viejos tiempos era mejor dejarles hacer de su capa un sayo para que no desembocasen en kaleborrokadas. Ahora, lo mismo, porque damos en parque temático de la felicidad y mejor no tocarles, no sea que se disgusten.
Imaginemos que efectivamente estamos en unos tiempos nuevos, ya que lo dicen los exviolentos neodemócratas y lo repiten quienes están en el secreto. Así será, no vamos a amargar la fiesta. Tal cambio de época sería un motivo para que el PNV llegase a la conclusión contraria. Sería el momento no de mantener las deficiencias anteriores sino de afirmar las reglas del juego democrático. Borrón y cuenta nueva: si no se sientan las directrices cuando comienza el curso luego no hay quien lo enderece. Sería el momento de fijar las bases de la convivencia tras la desaparición del terrorismo. Por ejemplo, hacer que las presuntas representaciones populares lo fuesen, que no quedasen al arbitrio de quienes han combatido –ardorosamente– la voluntad popular.
Si los nuevos tiempos consisten en que el radicalismo ordene y mande, apaga y vámonos. Admitamos la tesis de que todo ha vuelto a empezar: pues sería el momento de que las fiestas se democratizasen, no de que fuesen prolongación ideológica de las décadas del terror. Así que se ha perdido la oportunidad de sentar los criterios democráticos como bases de la convivencia festiva.
El PNV imagina una paz con principios endebles, por más que la hostilidad a la figura del ‘corregidor’ case con sus querencias. Más difícil aún resulta entender el escapismo del PSE. Ha sentado dos principios contradictorios: a) la izquierda abertzale y el PP son los extremos, que se alimentan el uno al otro, ‘acompañantes ideales’; b) le gustaría que estos no patrimonialicen las fiestas pero haberlos haylos. Resuelven la contradicción sumándose a la crítica al PP y al juez y lamentando que estas cosas pasen. O sea, que no las resuelven.
Esta ausencia de criterios desconcierta. Con planteamientos vaporosos no cabe diseñar ningún tiempo, sea nuevo, viejo o neutro. ¿El PSE entiende que hay un espacio intermedio entre la legalidad y su vulneración? Mete en el mismo saco a la izquierda abertzale y al delegado del Gobierno: se sitúa en una centralidad imaginaria que asusta. Y esto de confiar en que el radicalismo evolucione per se hacia la ética mientras se le deja campar a sus anchas –sin otra postura que decir ojalá cambien– suena a política ficción.
Que es donde estamos, pero en el momento en el que las ficciones de una política hecha al gusto del nacionalismo radical comienzan a prender. Vamos hacia una democracia condicionada y la mayor parte de nuestro arco parlamentario parece de acuerdo. ¿Por la paz un avemaría?