Ignacio Camacho-ABC

  • El Gobierno quiere disimular a base de logomaquia su ineficacia ante un virus tercamente inmune a las palabras

De la forma de combatir al coronavirus existen todavía pocas certezas contrastadas, pero hay una evidente y es que resulta inmune a las palabras. Sin embargo el Gobierno, pese a que una cuarta parte de sus miembros está en cuarentena o contagiada, se ha empeñado en aplicar una terapia «de relato», esto es, de pura cháchara. El presidente administra a la nación dos o tres veces por semana una sobredosis de hueca logomaquia para justificar su tardanza en la toma de decisiones apropiadas, y sus ministros -salvo Margarita Robles, que cuenta con la disciplina diligente de las Fuerzas Armadas- azacanean perdidos en la más lamentable ineficacia. Cada charla autoexculpatoria de Sánchez queda desmentida por alguna nueva metedura de pata: la

última, por ahora, el sainete de la compra en China de mercancía averiada. Desde que tomó el mando único de la gestión en virtud (?) del estado de alarma, el Ministerio de Sanidad se ha mostrado incapaz de garantizar la protección de los profesionales que trabajan en la primera línea de batalla y de proporcionar a la población los imprescindibles test de detección rápida. Eso sí: La Moncloa ha activado con presteza su aparato de propaganda para que sus terminales mediáticas denuncien los recortes temporales de empleo y los cierres de plantas en algunas clínicas privadas.

Y tampoco es que funcione mucho la estrategia comunicativa. El portavoz médico Fernando Simón, que con tanta solvencia manejó la crisis del ébola, ha quedado achicharrado en un fárrago de consignas. La credibilidad de sus comparecencias se ha vuelto mínima, aunque aún demuestra cierto aplomo en comparación con los patéticos balbuceos del ministro Illa, que no pasa día sin verse desbordado o en situación comprometida. Es imposible que la opinión pública se quede tranquila cuando los responsables de transmitir calma ofrecen respuestas inconsistentes o dubitativas y se hacen un lío con algo tan simple como el reparto de mascarillas. Este Gabinete, diseñado para el ejercicio de la vertiente más superficial de la política, se está haciendo trizas ante una emergencia nacional de dimensiones desconocidas.

Pero al equipo presidencial sólo parece importarle la construcción artificial de un postizo liderazgo. Quiere presentar a Sánchez como un gigante enfrentado en solitario a un desafío dramático. A base de respuestas trucadas y eslóganes copiados -en el entorno monclovita nadie es quisquilloso con los plagios-, los asesores están tratando de proyectar la imagen de un gobernante empático con el sufrimiento de los ciudadanos en medio de la incomprensión de sus adversarios. Su problema es que necesita, él y todos, algún acierto que enmiende la desoladora cadena de fallos cuyo epítome fue la nefasta manifestación del 8 de marzo. Y no lo encuentra porque la receta que siempre ha utilizado no es viable con este virus tan refractario al diálogo.