Juan Carlos Girauta-ABC

  • Ante una sentencia del Supremo no hay conflicto de competencias que valga. Hay que acatarla y punto

Hay un lugar en Europa donde de verdad se pone a prueba la fuerza del Derecho, y ese lugar no es Hungría ni Polonia. Tampoco es el no-país que acoge instituciones internacionales para no desmembrarse, la Bélgica que ayer protegía etarras, que hoy mima a golpistas y que siempre recela del Reino de España porque sigue torturándose con pretéritos agravios que solo ellos recuerdan.

Hay un lugar en Europa donde se demuestra algo que aprendí en una lejana mañana barcelonesa de un catedrático de Derecho Natural: las leyes se cumplen en general porque la gente las acepta; si no fuera así, el poder coactivo del Estado no sería ni de lejos suficiente para que el Imperio de la Ley existiera un día más.

Ese lugar al límite es Cataluña. La Generalitat no es solo Administración Pública. Es también un Poder Ejecutivo y un Poder Legislativo. Es más, las relaciones de las normas que aprueba el Parlament con aquellas que emanan de las Cortes no es jerárquica sino competencial. De modo que el poder de la Generalitat es enorme, como lo es su presupuesto, y además es expansivo: sus competencias no han dejado de crecer.

Lo que no tiene sin embargo Cataluña es un Poder Judicial propio. En efecto, solo uno de los tres poderes del Estado es único. Es esta la razón, y no otra, de que ningún título de la Constitución se denomine «Del Poder Ejecutivo» o «Del Poder Legislativo» (que son múltiples) y sí exista uno, el sexto, que se llama «Del Poder Judicial». Por eso ante una sentencia del Tribunal Supremo no hay conflicto de competencias que valga. Hay que acatarla y punto. Ningún representante público o jurista que se respete, o que esté cuerdo, puede defender lo contrario.

No se respetan o no están cuerdos, por tanto, los miembros del gobierno catalán al anunciar que no acatan la sentencia del Supremo que establece la obligatoriedad de impartir en lengua española o castellana el 25% de las clases en los centros educativos. Tampoco se respetan, o no están cuerdos, los juristas que avalan, plenamente o con matices, tal desobediencia. Las sentencias judiciales son de obligado cumplimiento para todos, también para los poderes públicos, y si estos no se atuvieran a dicho precepto constitucional -básico en un Estado democrático de Derecho- deberían ser forzados al acatamiento por quienes pueden invocar la cláusula de cierre del artículo 155 de nuestra Carta Magna, un trasunto de la Constitución alemana (vía coactiva federal), como tantos otros preceptos.

Pero todos sabemos que en Cataluña no se acatará la sentencia del Supremo, y que el Gobierno de España no recurrirá al 155. No lo admitirían los socios de Sánchez ni tampoco sus compañeros del PSC. Parafraseando a mi viejo catedrático, en Cataluña las normas jurídicas no se cumplen porque la mayoría de quienes allí hablan y votan no las aceptan, y los que exigen su respeto no contarán con el poder coactivo del Estado.