Manuel Montero-El Correo

Si estás lejos de las pintadas y la quema de cajeros hay que decirlo sin circunloquios

En el País Vasco relacionado con el terror siempre hubo quienes pretendían conocer unas claves privativas, no aptas para el común de los ciudadanos (vascos, no vascos y demás), por las que se movía la violencia. Nada era diáfano -o, mejor, todo era opaco-, pero los especialistas de turno sugerían estar en el secreto. Y te decían «esta tregua es la buena». O que la mesa nacional ha decidido impulsar la negociación, imponiéndose a los pistoleros. O que ‘Ternera’ tiene cáncer y por eso quiere acabar ya con todo. O que el traficante de drogas contra el que ETA ha atentado tenía contactos con la Policía. O que el PNV ha abroncado al emisario de la organización y ahora verás.

O que algo habrá hecho.

Estas habladurías, frecuentísimas, tenían una vertiente peculiar. El informante, que insinuaba estar al tanto de los mecanismos ocultos, evitaba posicionarse sobre el terror, soslayaba decir «quiero que esto se termine». ¿Era una actitud cínica? Dejaba caer, por ejemplo, que el PNV o el Gobierno vasco trabajaban sin descanso por acabar con el terror, actuando sobre las claves misteriosas que lo rodeaban. Si estás en el secreto de la trama no hace falta que condenes. Hasta puede resultar contraproducente si los espantas. Esa era la idea.

El interlocutor estaba en el secreto y, por tanto, había un secreto.

En las décadas del terror imperaba en el País Vasco el secretismo, esa sensación de que nada era lo que se decía y de que había movimientos recónditos para que dejasen de matar.

El secretismo se resolvía en el asesinato y la algarada, pero esto no alteraba a los enterados. Al contrario, les daba aire: «Si me hubiesen hecho caso…» La imagen: todo habría ido bien si hubiésemos seguido las indicaciones de los que estaban en el secreto. Hablaban de los asesinatos como si fuesen un factor más, circunstancial, la ‘deshumanidad’ parecía no contar. Lo importante era el secreto de los que estaban en el secreto.

En los nuevos tiempos persiste el secretismo: no decir las cosas claras, sugerir misterios compartidos.

Tenemos una buena muestra en la expresión reciente de Otegi. Podría descalificar y condenar las pintadas y las amenazas de estas semanas -y la quema del cajero, terrorismo de baja intensidad-. No hace eso. Lo que dice es lo siguiente: «Todo el mundo sabe que detrás de eso no está EH Bildu». ¿Todo el mundo sabe? La gran mayoría tiende a suponerse que algo habrá, pues no sería la primera vez. Si te pasas unas décadas jaleando a la gente que hace pintadas, amenaza a políticos y quema cajeros, lo normal es pensar que no andarán muy lejos. Por eso, si estás lejos debes decirlo sin circunloquios. Y el «todo el mundo sabe» es una presunción rara, que implica saber lo que todo el mundo sabe y muchos ignoramos. Deberían decirlo y dejar claro su repudio.

Ese «todo el mundo sabe» sugiere estar en el secreto y suena a baladronada, a salirse por la tangente. Y crea un nuevo criterio de autoridad: «Todo el mundo», otro ente etéreo, la entelequia que sabe (o no sabe) según su intérprete.

Otegi va a más: «Todo el mundo sabe que no tenemos nada que ver con eso». Ese «todo el mundo» da ya en ingenuo. ‘Tener que ver’ es un concepto laxo que no cabe descartar sin pruebas fehacientes. La expresión atribuye a todo el mundo una omnisciencia que, la verdad, no se produce en el mundo que uno conoce. No todo el mundo forma parte de todo el mundo.

Para rematar la jaculatoria, asegura que «todo el mundo sabe quiénes son». Haría bien en divulgarlo, para sacarnos de la inopia. En eso nos castiga con el victimismo. ¿Quiénes son los que todo el mundo sabe? Lo pseudoexplica: quienes tienen una estrategia crítica con la izquierda abertzale. Los que pensábamos, equivocadamente sin duda, que todos tienen una estrategia crítica con la izquierda abertzale, nos quedamos a dos velas. ¿Esos seres misteriosos no son de la izquierda abertzale? Eso se deduce de la literalidad, pero no cuela.

Todo esto suena a aprendiz de brujo echando balones fuera mediante el truco de hablar críptico.

Y, sobre todo, recurre al secretismo: esa apelación genérica a un nuevo monstruo, «todo el mundo», cuyo médium de momento es Arnaldo.

Todo el mundo sabe y, sibilino, intenta desmarcarse por peteneras y afirma condescendiente que «no considero que Idoia Mendia sea una asesina» -¡sólo faltaba!-. Por si acaso, propone su explicación, incalificable y difícil de digerir: «Igual es porque consideran que forma parte del Gobierno español». ¿En ese caso lo consideraría? ¿Qué más cosas desconocemos de las que sabe todo el mundo?

E introduce una incógnita. Cuando la kale borroka la hacían sus próximos, ¿consideraba que la calificación de la pintada era correcta, al acusar de «asesino» o «carcelero»?

Seguramente todo mundo sabe la respuesta, pero convendría que quienes no formamos parte de todo su mundo nos enterásemos.