Isabel San Sebastián-ABC

  • En la última trinchera de defensa democrática se sitúa la Corona, víctima de una ofensiva cada vez más descarada

El Gobierno va, ya sin recato, a por los otros tres poderes del Estado: el legislativo, el judicial y el de los medios de comunicación. El tándem formado por Sánchez e Iglesias ha adaptado la vieja consigna comunista a la situación española y utiliza todos los resortes del Ejecutivo para neutralizar cualquier posibilidad de control independiente a su gestión. Están asaltando las instituciones, una por una, con el fin de eliminar hasta el último resquicio de resistencia a su rodillo. No quieren equilibrios susceptibles de poner límites a su arbitrariedad. Prefieren pagar el precio de algunas críticas a sus evidentes abusos, ahora que tienen tres años de legislatura por delante, antes que arriesgarse a perder la poltrona o incluso verse

más de uno entre rejas si llegan a aflorar las múltiples negligencias que han caracterizado su actuación ante la pandemia y su acción de Gobierno en general. La que está conduciendo a esta nación a la ruina económica, la crispación, el enconamiento político y una división territorial próxima a la ruptura. La que culmina, según sus planes, con la liquidación del régimen nacido con la Constitución de 1978, que nos ha traído el período de mayor libertad y bienestar de nuestra historia, sin que sepamos (aunque imaginemos) qué clase de modelo lo sustituirá.

El Gobierno más liberticida de cuantos hemos conocido desde la Transición compró a plazos su existencia en un Congreso terriblemente fragmentado entregando nuestra soberanía a varios partidos separatistas, incluido el de los herederos de ETA, que le dan oxígeno parlamentario a cambio de impunidad por sus hechos delictivos pasados y de carta blanca para hacer y deshacer en sus feudos a su antojo. Así, pagando a los enemigos de España en lugar de buscar consensos con fuerzas constitucionalistas, es como sobrevive a una minoría que debería atarle las manos si estuviese en su vocabulario la palabra «lealtad», en este caso a la Carta Magna que tanto Sánchez como Iglesias juraron cumplir y hacer cumplir. Pero no está. El honor es tan ajeno a su naturaleza como la verdad. Su única motivación es la conservación del poder y a ella supeditan cada movimiento.

Para asegurarse de que nadie pondrá freno a sus desmanes necesitan perentoriamente amordazar a los jueces, a quienes tienen sitiados en la soledad de sus despachos después de apropiarse de la Abogacía del Estado y de la Fiscalía para ponerlas al servicio de sus intereses partidistas. También han intentado hacer lo propio con la Guardia Civil, pero allí han pinchado en hueso precisamente porque en la benemérita el honor prima sobre cualquier otra consideración. Veremos cuántos togados son capaces de aguantar las presiones con la misma entereza demostrada por Carmen Rodríguez-Medel, convertida, junto al forense de su juzgado, en blanco de una campaña de descalificación infecta por parte de los palmeros mediáticos cuya tarea consiste en actuar como perros de presa de quienes ocupan La Moncloa. Muchos y muy poderosos, entre otras razones porque, en la etapa de Rajoy, Sáenz de Santamaría y Montoro entregaron a la izquierda el control de las televisiones acaso con el vano empeño de librarse así de sus dardos. ¡Gran negocio, sí señor!

En la última trinchera de defensa democrática se sitúa la Corona, víctima de una ofensiva cada vez más descarada. El Rey es la piedra angular del edificio constitucional, amén del máximo símbolo de la unidad de los españoles, y por eso precisamente constituye un enemigo a batir, empezando por silenciarlo para que su voz no tape la de un presidente cuya ambición únicamente es superada por su egolatría enfermiza.