ABC-JON JUARISTI
El político gandul desconoce la historia y recurre a la monserga
YO, en eso de la verdad histórica, no soy escéptico, sino zenonista. Como Zenón de Elea (al que no hay que confundir con Zenón de Citio, el estoico), creo que la flecha, la del historiador en este caso, nunca alcanza la diana del acontecimiento. Se acerca, eso sí, pero se acerca interminablemente, como Aquiles a la Tortuga, sin conseguir llegar hasta ella. La Tortuga de Aquiles no es la del apólogo de la Liebre y la Tortuga. O quizá sí, pero Aquiles sólo tiene en común con la Liebre la ligereza de sus pies, no la chulería estúpida. La Liebre se duerme en el camino; Aquiles no para de correr, pero tanto la desidia leporina como el esfuerzo homérico del héroe son vanos e impotentes frente la lentitud sin pausa de la Tortuga (a la que suponemos vieja, milenaria incluso, como la Historia misma). Al cabo, ni el zopenco ni el estudioso recobran la verdad del acontecimiento, pero el último podrá aproximarse algo más a tal objetivo.
Péguy contaba el caso de un joven universitario que le preguntó cierto día por el de Dreyfus. Como el escritor había vivido inmerso en el mismo, se lo explicó de pe a pa, pero no pudo evitar una reflexión melancólica. El estudiante que le escuchaba sin perder ripio aprendía, pero sólo aprendía historia. «Jamás comprendí tan bien como entonces qué era la historia, y el abismo infranqueable que existe, que se abre entre el acontecimiento real y el acontecimiento histórico; la incompatibilidad total, absoluta… la inconmensurabilidad». Otros habían expresado anteriormente un pesimismo idéntico: el joven Unamuno, por ejemplo, para quien, como para Tolstoi, la mayor parte de las causas infinitesimales que determinan un acontecimiento resulta incognoscible. Por eso, la verdad histórica jamás es absoluta, jamás coincide del todo con la realidad, con lo que pasa en el mundo.
Y sin embargo hay relatos que se acercan más que otros a los acontecimientos reales. En primer lugar, los de los testigos veraces; es decir, los que han presenciado el acontecimiento. La tradición rabínica sostiene que desde que salieron de Egipto hasta llegar a Canaán todo el pueblo hebreo fue testigo de las hazañas de Dios, y que pocas generaciones después las había olvidado hasta el punto de desoír a los profetas que lo exhortaban a recordarlas según Moisés las había contado en sus libros. Pero incluso el testimonio de los testigos veraces no es enteramente fiable, por lo limitado de la percepción y la fragilidad de la memoria. El buen historiador, el digno de tal nombre, puede aportar visiones más complejas y veraces de lo que sucedió, gracias al acceso a una pluralidad de fuentes. Ahora bien, como escribió T. S. Eliot, aún habrá tiempo «para cien visiones y revisiones/ antes de tomar el té con tostadas».
Y luego está lo que los políticos gandules como la Liebre de la fábula consideran historia, aquel tipo de monsergas que el pueblo de cuando había pueblo rechazaba con un tajante «¡no me vengas con historias!». El político gandul se suele delatar porque no conoce los acontecimientos que invoca ni a través de los testimonios directos ni de la historiografía. Por ejemplo, cuando afirma que «creo que es bueno que comencemos a reivindicar la España republicana», como si nadie la hubiera reivindicado antes que él. Le suena que hubo una España republicana y sospecha que, para él, sería bueno reivindicarla, aunque no fuera más que para evitar dedicarse a otra cosa, pongamos que a trabajar, pero no tiene idea de en qué consisten el trabajo ni la España republicana, que, después de todo, era una «república de trabajadores». La Tortuga, a todo esto, se ha perdido de vista. Total, para lo que sirve la Historia…