JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Se soporta mal por parte de algunos políticos, partidos y medios que la monarquía parlamentaria fuese entonces (1981) y recientemente (2017) una eficaz garante de la Constitución de 1978
Hace 40 años, Felipe VI tenía 13. Hoy, jefe del Estado y mando supremo de las Fuerzas Armadas desde el 19 de junio de 2014, representa la misma garantía democrática que su padre, Juan Carlos I, cuando se produjo una de las crisis más graves de la democracia española: el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981. Al Rey le acosa ahora y desde hace más de dos años una mentira que consiste en atribuirle propósitos de parcialidad cuando el 3 de octubre de 2017 cumplió sus obligaciones constitucionales como hizo, salvando las distancias, su predecesor hace cuatro décadas. Se cuenta que Felipe VI permaneció insomne la noche de aquel día por mandato de su padre para que observase la gestión de la crisis. Es muy posible que fuera así, porque días antes, el entonces príncipe de Asturias contemplaba en la televisión la abrupta comparecencia de su padre en las Juntas Generales de Guernica, hostigado por los filoetarras, mientras explicaba a su abuela Federica de Grecia, en inglés, lo que estaba sucediendo en la villa vizcaína. Desde su niñez, Felipe VI ha vivido la experiencia del sobresalto y cuáles serían sus obligaciones constitucionales.

En la retina del Rey, aquellos acontecimientos están presentes como hitos de un sistema democrático acosado por el terrorismo de ETA

En la retina del Rey, aquellos acontecimientos de febrero de 1981 están presentes como hitos de un sistema democrático acosado por el terrorismo de ETA (en 1980, más de 90 asesinatos), un presidente dimisionario (Adolfo Suárez), una parte de las Fuerzas Armadas vulnerables a la nostalgia del franquismo y un contexto socioeconómico que provocaba inestabilidad y malestar sociales. Comparar aquella situación de 1981 con la actual podría ser odioso, pero no ocioso. Porque en 2017, los hechos de Cataluña sucedidos en septiembre y octubre de ese año situaron el modelo constitucional de 1978 al borde del precipicio, hizo falta aplicar la cláusula de coerción del 155 de la Carta Magna y, luego, en 2019, se dictó una sentencia por el Supremo que condenó a algunos de los responsables por sedición (otros, impunes, escaparon de la Justicia) al modo que sucedió también con los inductores y ejecutores del 23-F.

Las otras dos mentiras que serpentean sobre la Corona todavía resultan más burdas. Una de ellas aduce que la expatriación del rey Juan Carlos —razón de su ausencia hoy en cualquier acto conmemorativo del 23-F— responde a una maniobra o estratagema del Gobierno para tumbar la monarquía porque con el alejamiento del Rey emérito se fragiliza a su hijo. No es cierto. Felipe VI no ha sido y no será un guiñol en manos del Ejecutivo. Las medidas —todas dolorosas— que ha tomado contra su padre, con el aval del presidente Sánchez, son también la expresión de una ética democrática que se deduce de su fidelidad a la Constitución que el jefe del Estado ha asumido por completo, en su letra y en su espíritu.

Es también mentira recurrente que Juan Carlos I fuese complaciente con el intento de golpe de Estado, o que, incluso, lo llegase a impulsar

Es también mentira recurrente que Juan Carlos I fuese complaciente con el intento de golpe de Estado, o que, incluso, lo llegase a impulsar. Estas mentiras sobre el Rey emérito y sobre el actual proceden de núcleos de opinión extremos, conspirativos y que desprecian las investigaciones contemporáneas e históricas que sitúan la realidad muy lejos de esas especulaciones torticeras. Dos historiadores de gran fuste y amplio reconocimiento, como Juan Francisco Fuentes y Enrique Moradiellos, se han referido, el primero, a determinadas “prevaricaciones periodísticas” (‘Letras Libres’ n.º 233, de febrero de 2021), y el segundo, textualmente, a la “chapuza” mediática “zafia y burda” del 23-F (‘La Nueva España’ de este domingo). Ambos acaban de hacer una defensa cerrada del papel de Juan Carlos I aquella terrible jornada. Un mérito que no puede ser oscurecido por otros deméritos de distinta naturaleza. Y como bien dijo este lunes en este diario Javier Cercas, “el gran secreto del 23-F es que no hay ningún secreto”.

Fuentes y Moradiellos, con otros más, consideran un bulo las teorías conspirativas, sin perjuicio de que los dos y otros académicos e investigadores (Roberto Muñoz Bolaños, Jordi Gracia, Joaquín Bardavío y varios más) admitan que quedan ángulos oscuros sobre los que proyectar una más acabada luz narrativa. En todo caso, se soporta mal por parte de algunos políticos, partidos y medios que la monarquía parlamentaria española fuese entonces y lo haya sido recientemente una eficaz garante de la Constitución de 1978. Lo ha sido desde entonces y lo está siendo en la actualidad.

En aquel 23-F, se produjeron en realidad tres golpes: el de Armada, un melifluo y desleal servidor del Rey; el de Milans del Bosch, un capital general de Valencia poseído por la responsabilidad imaginaria de rescatar España, y el de Antonio Tejero, un mando de la Guardia Civil, crónicamente indisciplinado y de cortas entenderas y largas radicalidades. El rey Juan Carlos no solo cumplió la misión de parar el golpe, sino que respaldó también y sin la más mínima reserva la labor de mentalización democrática que en las Fuerzas Armadas acometió el Gobierno de Felipe González a través del ministro de Defensa, el catalán Narcís Serra, tras la ejemplar gestión del teniente general Gutiérrez Mellado. Hoy por hoy, los tres ejércitos son una garantía completa de lealtad a la Constitución y determinadas expresiones viejunas e inconsistentes de reverdecer el ruido de sables —jubilados que se ponen el uniforme para impactar en los pusilánimes— están condenadas, no solo al fracaso, sino a la irrelevancia, aunque no faltan quienes quieren dotarlas de efectos hiperbólicos.

Como escribe Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia de la Universidad Complutense, el del 23-F acabó con todos los golpes en forma de pronunciamiento militar. Pero se ciernen otras amenazas diferentes que siguen atentando contra la democracia: los populismos iliberales, que se extienden como manchas de aceite y que desean abrogar por vías fácticas las democracias constitucionales; los separatismos que, como el catalán, persisten en ‘lo volveremos a hacer’, es decir, utilizando procedimientos unilaterales, y, por fin, los peligros de unas sociedades asediadas por graves problemas de desigualdad e incertidumbre.

Es en este último contexto en el que se recuerda aquella fecha crucial de nuestra historia reciente que debe servir, por encima de otros objetivos, para poner en valor una Constitución que si entonces quisieron tumbarla uniformes nostálgicos del franquismo, hoy pretenden lo mismo y por otra vía los populismos y los separatismos. Las instituciones democráticas con el Rey en la cúspide del Estado, en una España instalada en la Unión Europea y en la OTAN, son la garantía de que es más fuerte la libertad que los cánticos de sirena de enajenarla apelando al asalto a los cielos o marchando hacia arcadias independentistas imposibles.