IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • Quien puso y mantuvo durante décadas ante Occidente un asfixiante cerco bélico no fue otra que la URSS

Es un mecanismo mental que se repite más habitualmente de lo que parece frente a una fuerte agresión a la que se le teme hacer frente: buscarle una justificación a quien agrede. Cuanto más brutal es la violencia de éste, más demanda en algunos sujetos esa justificación de lo injustificable. Pasó en su día con el terrorismo de ETA. No hacía falta que la banda armada explicara el sentido de sus atentados. Cuanto más crueles y absurdos eran, más se encargaban algunos de buscarles una explicación que subvertía la honrosa tarea del análisis político.

Algo o mucho tienen que ver con ese síndrome algunas reacciones ante la guerra de Putin: «Es que la OTAN ha provocado a Rusia acercándose a las antiguas colonias del Imperio soviético», «es que los rusos han temido por su seguridad al ver delante de sus fronteras el cinturón militar europeo», «es que a nadie le gusta soportar esa humillación»…

El supuesto agravio se cae de su propio peso si recordamos que quien puso y mantuvo durante décadas ante Occidente un agraviante cerco bélico al que llamamos Telón de Acero no fue otra que la URSS. No es que los rusos se acercaron a Europa sino que se zamparon, como botín de guerra tras la derrota alemana, medio continente y hasta lo desplazaron geográficamente en nuestras mentes sirviéndose de un tosco truco del lenguaje. Ha sido Milan Kundera el que una y otra vez nos ha recordado que los llamados países del Este no eran del Este, sino Centroeuropa, ese conjunto de naciones que se tragó Stalin poniéndonos delante muros, zanjas, alambradas, tanques, fusiles y misiles.

Si alguien ha tenido delante un despliegue armamentístico intimidatorio, provocador y humillante ha sido la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Si alguien tenía motivos para temer a esas armas era esa Europa democrática. Si aquí ha habido un agravio es el de esa colonización de la Europa secuestrada. ¿Qué tiene de raro que un país como Polonia buscara guarecerse bajo el paraguas de la OTAN después de su larga experiencia bajo la bota soviética? Polonia, sí, fue la primera en romper, junto con Hungría y la República Checa, los acuerdos de mutua confianza que se establecieron tras la descomposición de la URSS y cuando Rusia atravesaba un momento de debilidad crítica. Pero la actitud preventiva estaba más que justificada en su caso. Y el presente le ha dado la razón. Ucrania es simplemente uno de los países que no han podido buscarse, frente al gigante anexionista, esa justificada protección que hoy se revela más que necesaria.

El ejemplo de ETA, sí; de aquella larga y cargante justificación de los atentados en democracia por los ‘pecados’ de la dictadura franquista. En esa sesuda y ecuánime diagnosis se encuentran hoy algunos analistas frente al drama bélico. Putin no sabe por qué invade Ucrania, pero ya se esfuerzan ellos en explicárnoslo y en explicárselo al propio Putin con una menesterosidad digna de mejores causas.

Otro de los argumentos que dan estos seres tan serviciales a la tragedia ucraniana es «lo doloroso que tiene que resultar para los rusos perder un imperio». Ahora resulta que de la imperiofobia que desataba el caso español, y que denunciaba la profesora Elvira Roca Barea en su célebre ensayo, hemos pasado a la imperiofilia en un caso como el ruso, que al parecer no merece la condena presentista que merece la España de los Reyes Católicos pese a que su pulsión colonizadora no sea algo del siglo XV ni XVI sino del presente. Sin entrar en ese juego de fobias ni de filias imperiales, simplemente cabe constatar que los imperios los hemos perdido todos. Perdieron los suyos Gran Bretaña, Francia, Portugal… Perdimos nosotros el nuestro pero no nos hemos dedicado a guerrear contra nadie. Y es que si pierdes un imperio no montas la de Ucrania. Te tomas una tila y ‘verdes las han segado’.

Ya es que es lo que nos faltaba: llorar por Rusia y por el imperio que ha perdido; porque no puede recuperar todos los países que engulló tras la Segunda Guerra Mundial y como recompensa por haber acabado con el mismo Hitler con el que pactó en 1939 el reparto del mapa polaco. ¿Llorar por quién? ¿Por quien sometió a medio continente europeo al campo de concentración del comunismo? Ningún sentido tiene llorar por la Rusia de Putin como no lo tiene llorar por la Alemania de Hitler, que solucionó el agravio de Versalles repitiendo la expansionista campaña bélica que la llevó a la derrota de 1918 y asesinando a seis millones de judíos. Agravios los tenemos todos. Armas delante nos han puesto a todos. Colonias hemos perdido todos. Y, si la independencia fue una excelente cosa para los países hispanoamericanos, habrá que pensar que también lo es para Ucrania.

Uno es que se puede sentir una víctima, un agraviado, un humillado de la Rusia soviética porque de niño tenía pesadillas con el Telón de Acero. Uno podría pedir una indemnización a los rusos ahora que las pesadillas vuelven a provocarle insomnio en su edad adulta cuando ve a los mercenarios de Putin ir tomando Malí y ganando posiciones en todo el mapa africano aunque no se hable de eso. ¿Pero de qué estamos hablando?