FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Es el sabor del infinito, de la eternidad, que no sabemos describir, pero reconoce la punta de la lengua con los ojos cerrados

Las navidades de este año aciago, que empezó con la formación del Gobierno de Sánchez y luego aunque parezca imposible fue empeorando, están siendo distanciadas, perimetradas, enmascaradas, de calles vacías sobre las que brillan luces patéticas, de gente que no vuelve a casa por Navidad. Muchos no volverán ya a casa nunca. Pero al menos siguen siendo fiestas glotonas, eso que no falte. Y yo, que tan glotón fui y en mi vetusta imaginación no dejo de ser, apetezco manjares de gusto umami, ese sabor definitivo que no es ni dulce, ni salado, ni amargo, ni ácido aunque deleita siempre y no cansa jamás. El sabor del infinito, de la eternidad, que no sabemos describir pero reconoce la punta de la lengua con los ojos cerrados. Creo que todos tenemos nuestro paradigma de umami personal. El mío es el batata puri, una especie de aperitivo indio que tomaba siempre en la Bombay Brasserie, el restaurante londinense donde mi hermano José y yo cenábamos con Guillermo y Miriam. De textura granulosa tan indefinible como su propio sabor, es el manjar más adictivo que he probado nunca: todavía hay noches que me despierta su nostalgia. La Brasserie cambió de dueño, subió los precios y borró el batata puri de la carta. Nunca he vuelto a comerlo pese a haber buscado en muchos restaurantes indios. Ahora es el espejismo del umami más intenso, el paraíso perdido de mi paladar.

Ya sé, por desgracia, que los únicos paraísos auténticos son los perdidos. Guillermo ha muerto y nunca volveremos a la antigua Brasserie la excitante noche antes del Derby. Dicen que en su agonía Proust imploró “¡mamá!”. Conozco otros casos iguales. Pero quizá ese último ruego pida “¡umami!”, la sabrosura de la leche materna, primera y última inmortalidad.