Editorial-El Español
Puede que Irene Montero todavía sea ministra dentro de un mes. Pero de lo que no cabe duda es de que este 8-M será el último con ella al frente de Igualdad.
Produce una honda desazón asistir a esta involución de las marchas por el Día de la Mujer, menos y menos representativas de la noble causa del feminismo, desprovistas del entusiasmo y la unidad de otros años, intoxicadas por el fanatismo ideológico de Unidas Podemos, trufadas de alegatos que poco tienen que ver con la sustancia del movimiento, reducidas a una asistencia pírrica de 17.000 personas en Madrid, según la Delegación del Gobierno: 330.000 menos que en 2019.
Pronosticamos y no nos equivocamos. La facción minoritaria del Gobierno pretendió ganar en las calles lo que es incapaz de obtener en el Parlamento, porque la mayoría de los españoles no les acompañan, y lo que quedó a la vista de cualquiera es el profundo cisma entre PSOE y Unidas Podemos. Se reconoció no sólo en la incapacidad de compartir marcha, sino en la determinación de partirlas en dos y enfrentarlas.
Afortunadamente, la bicéfala naturaleza de la manifestación concluyó sin altercados a destacar, más allá de una tensión innegable. Pero salta a la vista que, si así ha sido, no se debe a la mesura de las representantes de Unidas Podemos, empeñadas en insultar y difamar a quien cuestione sus ideas del feminismo. Cabe recodar que, dos días atrás, la diputada Lucía Muñoz atribuyó la voluntad de reformar la actual Ley del sólo sí, que ha rebajado la pena a cerca de un millar de violadores y pederastas por estar pésimamente redactada, a la «traición» del PSOE y a «un puñado de fascistas».
Lamentablemente para el interés de Unidas Podemos, en este «puñado» se encuentra la amplia mayoría de los españoles, incluyendo el jefe de su Gobierno. Si Irene Montero tuviera la integridad de la que presume, entendería la paradoja de su circunstancia. ¿Por qué seguir formando parte de un Consejo de Ministros que, a su juicio, está compuesto de fascistas, con Pedro Sánchez a la cabeza? Es seguro que, más pronto que tarde, dejará de ser así. Pero no será por un arrebato de honestidad, sino por la voluntad democrática de los españoles.
Podrían atribuirse las extravagancias de la ministra a la frustración ante la derrota o a la desesperación del momento. A fin de cuentas, Montero ha fiado su legado, en buena medida, a la Ley de Libertad Sexual. Pero, a estas alturas de la legislatura, es evidente que estas formas no son la excepción, sino la norma. Que responden al modo de obrar del populismo y el fanatismo ideológico, con una aversión genética por la discrepancia.
De ahí que los argumentos a favor de las mayorías o las minorías fluyan al ritmo de sus intereses. Si alguien atribuye el género al sexo, es inmediatamente acusado de transfobia. Si alguien defiende la libertad de la mujer para ejercer o no la prostitución, es identificado como agente de la cultura de la violación.
Durante años, los debates sobre unas y otras cuestiones han estado presentes. Pero los males no radican de esta circunstancia. El problema del feminismo, en fin, no nace del debate y la disidencia, sino de la osadía de una corriente de imponer su idea de mujer a toda costa, incluso por encima de la razón o de la ciencia. Lo que arroja la pesarosa reflexión de que, para la extrema izquierda, la democracia es un instrumento apenas honorable cuando responde a la propia conveniencia.
Montero proclamó ayer que son «más» en su grupo de manifestantes que en el integrado, entre otras miles, por las ministras socialistas. Es un ejemplo más del doble rasero de la ministra, que apela a una mayoría que desprecia en el Congreso y contra la que arremete con vehemencia “en defensa de las minorías”.
Montero aspiró a dejar un legado feminista que colmara sus deseos de trascendencia. Nada más lejos de la realidad, su trayectoria arroja un presente más hostil para las mujeres, un reguero de agresores sexuales en libertad y un 8-M para el olvido. Donde había festividad, reivindicación y solidaridad, hay tensión, sectarismo y enfrentamiento.