ANDONI PÉREZ AYALA-EL CORREO

  • La breve experiencia de la II República, que se abrió hoy hace 90 años, proyecta buena parte de sus valores en el sistema actual
Que un hecho sea objeto de conmemoración 90 años después de haberse producido es una muestra indicativa de que nos hallamos ante un acontecimiento que cabe calificar de histórico. Es lo que ocurre con el 14 de abril de 1931, que hace ya casi un siglo cerraba una época, al tiempo que abría otra nueva cuyo recorrido se vio interrumpido pronto de forma tan abrupta como trágica. A pesar de su brevedad, que apenas sobrepasó el lustro -ni siquiera llegó, si contamos desde que se aprobó la Constitución republicana (diciembre 1931) al inicio de la guerra (julio 1936)-, se trata de un periodo que dejó una huella imborrable en la historia española del siglo XX.

El breve periodo que se abría el 14 de abril de 1931 tiene especial significación, aunque solo sea por contraste con el duradero que lo precedió -la restauración alfonsina que desembocó finalmente en la dictadura primorriverista- y, asimismo, el prolongado y particularmente cruento que lo sucedió con la dictadura franquista hasta finales de los años setenta. Durante la II República, España conectó con las corrientes más avanzadas en Europa en todos los terrenos, desde las nuevas tendencias artísticas y culturales a la recepción de los nuevos comportamientos sociales; e inició un proceso de modernización como nunca se había dado antes, tanto en el ámbito de las relaciones económicas y sociales como en la democratización de sus instituciones políticas.

Fue una pena que este breve periodo de modernidad y apertura, con el que se abrían expectativas y horizontes que no habían existido en España hasta entonces (y que tampoco existieron después durante cuatro décadas), coincidiese con el periodo más convulso en Europa, donde ya se estaba gestando la mayor tragedia humana que estallaría de forma abierta tras la caída de la II República y la instauración de la dictadura franquista. Fue en el escenario que proporcionaba la España republicana de la década de los 30 donde tuvieron lugar los primeros tanteos y se realizaron los primeros ensayos, con fuego real, de lo que fue la primera batalla que, tras su finalización en 1939, tendría continuación con la II Guerra Nundial.

Pero a pesar de su breve y agitada vida, y del largo periodo de cuatro décadas de dictadura que la siguieron, la II República pudo transmitirnos un legado que, aunque sea parcialmente, es parte integrante de lo que hoy podemos considerar nuestro patrimonio político democrático. No hay que olvidar que la Constitución republicana de 1931(en la que el influjo del modelo de referencia de Weimar es notorio) abría por primera vez en nuestro país la senda del Estado social, que luego se implantaría de forma generalizada en Europa de la mano del constitucionalismo social de la segunda posguerra mundial. Y que, aunque con tres décadas de retraso, también tiene reflejo en nuestra Constitución actual.

Una mención especial, dada la incidencia determinante en nuestra vida política, merece la actitud mantenida en relación con el autogobierno de las nacionalidades y regiones por la II Republica, en cuyo marco se acomete, por primera vez (salvo la fugaz tentativa de la I Republica, cuya Constitución federal no llegó a entrar en vigor), la reorganización territorial del Estado. En este marco que proporcionaba la Constitución republicana de 1931 fue posible iniciar la primera experiencia de autogobierno de la nacionalidad vasca (como de la catalana; en el caso de Galicia el estallido de la guerra impidió su inicio, a pesar de haber plebiscitado su Estatuto).

El marco político e institucional que proporcionaba la II Republica permitía que, por primera vez, se abordasen problemas que habían estado vedados: se empezaron a adoptar medidas de reforma agraria, que entonces era un asunto clave, dado el peso de la población campesina y las condiciones en que vivía; se acometió la separación de la Iglesia y el Estado, que en España constituía un problema estructural de primer orden; las mujeres pudieron votar por primera vez y se les reconocía constitucionalmente un estatus de igualdad en el matrimonio, así como la posibilidad de su disolución. Se abordó también la reforma del Ejército, aunque no se pudo impedir que buena parte de éste utilizase las armas de las que era depositario para atentar contra la Republica.

La breve experiencia republicana iniciada aquel 14 de abril constituye un periodo clave de nuestra reciente historia, que el régimen que la sucedió no consiguió sepultar definitivamente, por más que éste fuese su objetivo obsesivo desde el primer momento. Por el contrario, su legado sigue vigente, no solo como experiencia histórica de la que pueden extraerse enseñanzas muy útiles sino también proyectando buena parte de los valores y los principios que en su día la inspiraron en el sistema político que tenemos en la actualidad; que no deja de ser deudor en muchos aspectos de las aportaciones innovadoras republicanas de hace casi un siglo.