José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Este lunes, se cerró en fracaso el proceso soberanista, un episodio más de la ciclotimia separatista, que ha dejado una Cataluña colapsada y tres presidentes reos de la Justicia

El proceso soberanista catalán concluyó este lunes por la adición de dos factores concurrentes: el acatamiento de la legalidad por el Parlamento de Cataluña al retirar su Mesa el acta de diputado autonómico al presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, previa instrucción en ese sentido de la secretaría general de la Cámara, y la ruptura definitiva e irreversible de la mayoría independentista (ERC y JxCAT) que actuaba al unísono tras las tres elecciones celebras en la comunidad (2012, 2015 y 2017). Fue tan rápido el breve epílogo de la larga aventura separatista (siete años) que la reflexión de Daniel Gascón (‘El golpe posmoderno’, Editorial Debate) adquiere una extraña vigencia: “El ‘procés’ nos ha tenido a todos tan ocupados que no está claro que haya tenido lugar”.

Cierto: este lunes, se volatilizó toda la energía insurreccional del separatismo al conjuro de un pragmatismo según el cual las instituciones catalanas no debían incurrir en una “desobediencia estéril”. Los considerados soberanistas ‘hiperventilados’ hubiesen deseado que ERC, de consuno con JxCAT, desafiase —como en los ‘viejos tiempos’— el acuerdo de la Junta Electoral Central que retiró a Torra la condición de diputado, tras mantener la Sala Tercera del Supremo la ejecutividad de la decisión del máximo órgano de la administración electoral. No hubo caso.

Es cierto que los republicanos fueron ampulosos en el lenguaje (“el voto secuestrado del presidente”, dijo Torrent), levantiscos en las expresiones y sentimentales en las palabras de falso apoyo al hombre de Puigdemont en el Palacio de San Jaime, pero, al fin y a la postre, le dejaron a la intemperie mirando de reojo a sus compañeros de la legislatura anterior, miembros de la Mesa, acusados de desobediencia por desafiar ordenes de una instancia más intimidante y poderosa que la JEC: el Tribunal Constitucional.

ERC quiere aterrizar en la pista que le ha despejado el PSOE de Sánchez, esquivar la disciplina ultramontana de Torra (también reaccionaria) y regresar a la realidad que, básicamente descrita, consiste en la imposibilidad política, jurídica, económica e internacional de lograr, de grado o por la fuerza, la independencia de Cataluña. Y en el trueque —acatar la legalidad a costa del acta del presidente de la Generalitat—, iniciar el camino que lleve a su candidato (¿Pere Aragonès?) a la jefatura del Govern en unas elecciones que Miquel Iceta —un político que siempre va dos pasos por delante— otea en el horizonte tras sentenciar en la tribuna que la legislatura se ha acabado por la ruptura de la mayoría parlamentaria (que no social) del independentismo. Huele a tripartito.

Toda la épica de años, de Diadas multitudinarias, de actos de afirmación patriótica, todo el desgaste brutal de la sociedad catalana, todas las energías despilfarradas en otro episodio histórico de la ciclotimia separatista en Cataluña dispusieron este lunes de un epílogo doméstico, con evocaciones de riña vecinal, a semejanza de las reyertas políticas más menores de cuantas últimamente se pueden recordar. Toda la enormidad del proceso soberanista queda resumida en la brevedad terminal de un pleno que despojó al presidente-activista de su acta de diputado.

Los tres presidentes del ‘procés’ (Mas, Puigdemont y Torra) han acabado en manos de la Justicia. Y lo está, en un procedimiento penal infinito, el padre de la ideación germinal de la secesión: Jordi Pujol i Soley. Alguien tendrá que preguntarse por qué ha ocurrido todo esto y cuáles son los réditos de esta escapada en la que ha participado un variopinto elenco de personalidades de la burguesía, la universidad, el periodismo, el empresariado y hasta (¡cómo no!) la jerarquía eclesiástica. Este fracaso no es huérfano, tiene muchos más padres que un éxito.

Y alguien debería pagar —Puigdemont, desde luego, y quienes le jalean de modo cada día más irresponsable— haber situado a un hombre manifiestamente ‘inidóneo’ al frente de la Generalitat. Porque ha sido Joaquim Torra el que con sus torpezas constantes ha llevado la situación a la descomposición política que registra Cataluña. Su ignorancia de la política, su amateurismo gestor, su aplicación obsesiva al activismo, su nacionalismo esencialista, su perseverancia obtusa en el error le han perfilado como un hombre tan prescindible como molesto para la propia sociedad catalana y hasta para los más fantasiosos de los independentistas.

En Cataluña, no se produjo solo sedición, malversación y desobediencias. Ha ocurrido allí algo todavía peor, aunque no esté tipificado en un Código Penal ni sea exigible ante jurisdicción alguna: se ha perpetrado un delito de lesa Cataluña, de agravio al país, a su cohesión, a su economía, a su prosperidad, a su reputación. El 61% de los ciudadanos catalanes —encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de la pasada semana— se siente mal gobernado.

Y esa, por encima de otras, es ahora la principal preocupación, el principal reproche colectivo. Si, como escribió Gaziel tras la asonada de 1934, “todo se ha perdido”, esperemos que, al menos, quede el honor (¿o se ha perdido también?) de convocar elecciones y dar la voz a una sociedad herida que no merece que el presidente del Gobierno español reciba a este de la Generalitat y quede a la espera de que otro, con sentido de Estado y de país, sin responsabilidad en el delito de lesa Cataluña, represente a todos sus ciudadanos. Porque todos son perdedores: los independentistas, por el engaño; los que no lo son, por el abandono.