Ignacio Camacho-ABC
El encierro no es ningún heroísmo, pero sí un simulacro de aprendizaje de lo que vale la libertad cuando se ha perdido
Se ha escrito que desde ayer España ha vuelto a ser una (sola) nación por mor del estado de alarma. Es una idea grata, pero uno, más modestamente, lo que ve es un país asomado a la ventana, contemplando la primavera que refulge en las calles desiertas por donde apenas circula, con cierto complejo furtivo, algún alma asustada. Qué pena de ciudades, vestidas de flores blancas de almendro y naranjo, esperando en vano el perfume del incienso ya imposible de la Semana Santa. Ciudades fantasma, espectrales pero no vacías porque en las casas se han abierto millares de balcones y de terrazas poblados por españoles recluidos que buscan la sensación física de una escapada más allá de las redes virtuales
y el whatsapp. Como en el romance del prisionero que se consolaba oyendo por el tragaluz el canto de un pájaro al alba, la ausencia de coches recupera los trinos en los árboles de las plazas y otros sonidos evaporados en la normalidad urbana. Quizá el decreto de queda nos haya vuelto a convertir en una nación, pero una nación callada, envuelta todo el día en un silencio de madrugada que sólo rompe el batir sincronizado de palmas para estimular a los profesionales de la atención sanitaria.
No es ningún heroísmo, aunque la vida contemporánea haya convertido en sacrificio la oportunidad de quedarnos por un tiempo a solas con nosotros mismos. Como dicen los italianos, a nuestros abuelos les pidieron ir a la guerra y a nosotros sólo nos han pedido permanecer en nuestros domicilios; y no por castigo sino para protegernos del maldito virus. Pero constituye un simulacro, un simbólico ejercicio de aprendizaje de lo que vale la libertad cuando se ha perdido. Eso es lo que buscamos en las ventanas: sentirnos libres en ese espacio mínimo que la mirada trata de ensanchar reparando en detalles sobre los que nunca nos habíamos detenido. No sé si te has fijado pero se ha empezado a entablar una cierta solidaridad de balcón a balcón, de vecino a vecino, una especie de camaradería o de compañerismo improvisados entre cercanos desconocidos. Quién sabe, igual hasta acabamos cogiéndonos cariño.
Por eso te irrita que en medio de este arresto haya gente autoinvestida de la facultad de no dar ejemplo. Los de siempre, esos políticos de sectarismo irredento habituados a creer que no nos podemos salvar sin ellos. Ese Iglesias que se salta la cuarentena para sacar músculo en la reunión del Gobierno, ese Torra empeñado en que Cataluña sea, incluso en este delicadísimo momento, un territorio de reglas diferentes al resto. Oportunistas de vía estrecha, visionarios iluminados por un designio de poder fanático, narcisistas incurables e incapaces de aceptarse en pie de igualdad con los demás ciudadanos. La clase de tipos en los que parecía pensar Pascal cuando dejó su célebre adagio: «Todas las desgracias del hombre se derivan de no saber quedarse solo en su cuarto».