Un Rey para la emergencia

EL MUNDO – 20/06/15 – JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

José Antonio Zarzalejos
José Antonio Zarzalejos

· La proclamación de Felipe VI, de la que se cumple ahora un año, dio paso a un ‘tiempo nuevo’ con una difícil misión: reconducir la Monarquía española

Si el Rey y su consorte la Reina Letizia hubiesen protagonizado en estos doce últimos meses algún desliz de cierta envergadura, la Corona se hubiera descrismado. A un año de su proclamación ante las Cortes Generales, Felipe VI puede blasonar de haber salvado la Monarquía cuando la encarnó en las peores condiciones sociales, políticas y económicas de los últimos treinta años. El Jefe del Estado ha rescatado la institución de un hondón profundo en el que su padre, que tanto la encumbró durante décadas, la había dejado tras unos últimos lustros de reinado que permanecen como una pesadilla en la conciencia colectiva de los españoles y están muy presentes en la de su hijo y heredero.

La abdicación fue un alivio para el sistema constitucional que no soportaba la presión arterial de un circuito institucional colapsado por el empantanamiento de la Corona y que retaba al heredero a conducirse coherentemente con el «tiempo nuevo» que dijo impulsar el 19 de junio del pasado año. Lo ha hecho. Felipe VI, por su propio instinto, por el de la Reina y por el de sus consejeros, ha sintetizado esta misma semana su forma de ser Rey: el martes recibía a los grandes de España –a alta nobleza española– y les pedía ejemplaridad; y ayer, viernes, casi sin solución de continuidad, distinguía con la orden del Mérito Civil a treinta y ocho ciudadanos anónimos a los que atribuyó su condición de grandes de España precisamente por su ejemplaridad.

Felipe VI fue proclamado Rey en una situación de emergencia nacional, cuando el sistema boqueaba y se perfilaban en el horizonte las nuevas fuerzas políticas que romperían el bipartidismo –como ha ocurrido el pasado 24 de mayo– y estaban a punto de desatarse nuevas energías en la sociedad española protagonizadas por esos «jóvenes airados» que en plataformas y mareas quieren dar un vuelco a la situación pero, por mérito de la prudencia, la cautela y el rigor del Rey, no apuntan contra la forma de Estado por más que sean de sentimiento republicano. La percepción de que Felipe VI está comprometido con la democracia se ha generalizado; también que lo está con serias exigencias hacia sí mismo y hacia su familia como lo demuestra la fulminante revocación del Ducado de Palma a su hermana la Infanta Cristina; que está asimismo comprometido en ser «un servidor retribuido de la nación» como las Cortes castellanas recordaron a Carlos I que lo era después de prestarle juramento.

La emergencia no se ha diluido ni para el país ni para el Rey. Pero Don Felipe tenía que ganar este primer round, el comienzo de su tiempo histórico, para encauzar los acontecimientos próximos con respeto a su persona y aprecio a la institución que encarna. Ha encontrado para ello la «paz en su hogar» que según Goethe hace feliz al rey y al campesino, restableciendo la imagen familiar que connota a las monarquías duraderas y que en los postreros años del reinado de Don Juan Carlos quedó destrozada. Podada la familia real de la absurda extensión colateral de sus miembros, Don Felipe ha regresado a la concepción troncal que jamás debió perderse en tiempos anteriores. Y sobre los cimientos de una vida personal estable y discreta, rigurosa y austera, se ha ido elaborando un nuevo relato de la Monarquía en España. Alejada de cualquier estridencia o disonancia institucional, el Rey, la Reina, la princesa de Asturias y la Infanta Sofía son una referencia de normalidad.

Era preciso empezar por ahí para continuar por la senda de la gestión de las obligaciones institucionales del Rey. Viajes internacionales exitosos; visitas a todas las comunidades autónomas; presencia en los más diversos actos; acercamiento a los sectores marginados tradicionalmente por el establishment y trabajo de despacho diario, intenso y disciplinado. Esas están siendo las bases de un reinado que tendrá que encararse con desafíos de gran calado. Porque el Rey sabe –seguro que lo sabe– que el debate sobre la forma de Estado se producirá cuando se abra el Título II de la Constitución para suprimir la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Jefatura del Estado, lo que conllevará un referéndum que volverá a plebiscitar la Monarquía. Porque el Rey sabe –seguro que lo sabe– que el proceso soberanista de Cataluña le concierne de manera directa en la médula de su función constitucional (él es el «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado). Porque el Rey sabe, en fin, que el juicio oral al que serán sometidos su hermana Cristina y su cuñado planteará un escrutinio no sólo a los acusados sino a su padre y al entorno de Don Juan Carlos. Y será un escrutinio duro, lacerante pero necesariamente catártico.

El Rey no tiene el carisma de su padre ni falta que le hace porque no son tiempos de esos intangibles mágicos sino de concreciones materiales. Pero posee algo mejor: una silente capacidad de persuasión al ejercer su magistratura con iguales dosis de naturalidad que de entrega personal. Se da en su forma de actuar una gravedad de gesto y una profundidad de palabra que transparenta su lucidez sobre su momento histórico y sobre la coyuntura de España. Se sabe en la emergencia y que su gestión es para salir de ella, no sin antes conllevarla y convivirla. Podría resultar que el mejor logro de Don Juan Carlos y de Doña Sofía, no esté escrito aún porque quizá sea el de haber proporcionado a España el Rey que España merecía y que la Monarquía necesitaba. Ayer hizo un año que arrancó esta aventura que la solidez de Felipe VI hace que encierre ahora más certidumbres que incógnitas. La crisis de España, seguramente, ha encontrado un Rey adecuado para manejarla como árbitro y moderador de las instituciones. Sigamos observando.

EL MUNDO – 20/06/15 – JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS