José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Unas elecciones adelantadas en Andalucía podrían ser una advertencia para Sánchez similar a la de Madrid. Hay que pisar el pedal del freno a la deriva del país

Pedro Sánchez y su Gobierno han sacado de quicio el país y están propiciando con sus políticas su descomposición institucional. A esto se refiere, creo, Felipe González cuando dice que transitamos un “camino estrecho con una salida compleja”. No hay instancia que no se resienta de una —sutil, a veces, grosera, otras— revisión dinamitera desde el poder que se caracteriza por el debilitamiento del Estado en todas sus instancias. Incluso en la instancia del Ejecutivo, que con decisiones técnica y políticamente erradas, como las declaraciones del estado de alarma conforme a modelos disímiles y afectaciones abusivas de los derechos fundamentales de los ciudadanos, han empoderado a las comunidades autónomas hasta límites incoherentes con el ejercicio de sus propias competencias y facultades. El presidente actúa erráticamente, sin criterios previsibles, su palabra tiene una caducidad fugaz, sus afirmaciones son constantemente contradictorias y uno de sus afanes es convertir en espectáculo sus decisiones más cuestionables para evitar que lo sean. 

La conferencia del Liceo el pasado lunes —como acto previo a la concesión de indultos parciales a los políticos y dirigentes condenados por el proceso soberanista—, el Consejo de Ministros extraordinario que hoy aprueba un decreto ley para derogar el anterior de junio de 2020 que establecía el uso obligatorio de mascarillas en espacios exteriores (artículo 6º) y la reducción temporal del IVA de la factura eléctrica, que antes decía la ministra de Hacienda resultaba imposible, son actos propagandísticos con un grado abochornante de oportunismo. Ni era necesaria —además de lesiva para el Congreso de los Diputados— la disertación en Barcelona, ni se requería una reunión extraordinaria del Gobierno para adoptar esas medidas que podían haberse implementado en una de sus reuniones ordinarias. Ocurrió antes con la presentación táctica y con fanfarria del Plan España 2050, un recurso para bifurcar la conversación pública sobre la debacle socialista el 4 de mayo en las elecciones autonómicas de Madrid. Estamos en lo mismo.

El aluvión de decretos leyes con que el Gobierno arrincona al Congreso —con la impagable colaboración de sus socios parlamentarios, ansiosos por deteriorar el sistema constitucional— está dejando en chasis al poder legislativo, que ha convertido la Cámara en un escenario de meras confrontaciones con dialécticas de ocasión, broncas y, por lo general, con debates estériles. La impostura gubernamental, que dice querer acuerdos con la oposición para luego enfangarse en decisiones unilaterales y divisivas, explica el colapso de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional o la imposibilidad de nombrar a un nuevo defensor del pueblo. 

La acción jurisdiccional del Tribunal Supremo está siendo gravemente perturbada por el propio Gobierno, que mediante medidas solo aparentemente indirectas desautoriza sus sentencias y resoluciones. Lo hacen los indultos —pese a su legalidad formal—, en la medida en que, inéditamente, desoyen el rotundo informe desfavorable a su concesión; lo hacen las intenciones de reformar el tipo de la sedición ofreciendo así en bandeja el argumento que necesitan los condenados por este delito para combatirlo por la supuesta desproporción de las penas; lo hacen las impasibilidades del Gobierno con el dictamen de la Asamblea del Consejo de Europa que, en el mismo paquete de Turquía, ha aprobado consideraciones acerca de la acción judicial sobre los hechos de 2017 en Cataluña que dejan el Supremo a los pies de los caballos, adelantan que Estrasburgo anulará su sentencia y que los jueces belgas rechazarán la euroorden contra Puigdemont y los demás fugados. Este organismo reclama, incluso, que el Estado renuncie a la extradición de los fugados. Mientras, está previsto que se deroguen las facultades que otorgan al Constitucional competencias propias para ejecutar sus resoluciones y sentencias y ya está emprendida una campaña para cortocircuitar la acción del Tribunal de Cuentas en la exigencia de la responsabilidad patrimonial a cargos públicos catalanes, tal y como destacó en este diario el lunes pasado su director, Nacho Cardero.

El empoderamiento del Gobierno a propósito de la distribución de los fondos europeos ha domesticado cualquier forma de resistencia de los colectivos empresariales (léase el artículo de Esteban Hernández al respecto del pasado martes), que esperan el favor gubernamental con una docilidad que los disminuye en el diálogo con los sindicatos ante una crítica nueva normativa laboral y otras de singular trascendencia, al tiempo que otras instancias —la Iglesia, por ejemplo— salen en socorro de Sánchez a propósito de los indultos, pero musitan ante la ley de eutanasia o ante otra extravagante y peligrosa que se nos avecina: la que autoriza la libre autodeterminación de sexo a partir de los 16 años, sin necesidad de aval médico ni permiso de los padres, un brindis al despropósito que desea el fanatismo queer de Irene Montero en detrimento del movimiento feminista auténtico, por cierto, de origen y desarrollo socialistas.

Nada es sólido ni permanente para este Gobierno, cuyo objetivo es durar a toda costa y al que se supeditan decisiones de hondísimo calado en casi todos los ámbitos. La pandemia, por una parte, y el rol arbitral de los secesionismos y nacionalismos en el Congreso, por otra, han desmovilizado la sociedad civil, que no contrapesa con eficacia el poder invasivo del Gobierno, que es destructivo de logros que lo han precedido y temerario en decisiones —por ejemplo, en Cataluña, con una mesa de diálogo sostenida en el vacío jurídico y político— que comprometen elementos básicos del sistema. 

Todo este proceso de descomposición institucional, de arbitrariedad y de banalidad política, sin embargo, presenta signos de fragilidad. Pablo Iglesias, después de haber infligido un enorme daño, ya no está en la política activa; Podemos, su partido, se desliza hacia la irrelevancia electoral; el PSOE no incrementa sus efectivos —los pierde— según todas las encuestas y el PP —que se está comiendo a Ciudadanos— tiene la asignatura pendiente de contener y disminuir a Vox. En estas circunstancias, Pablo Casado tendría que disponer de una estrategia antes de fin de año. Por ejemplo, oponer a este proceso de deterioro una convocatoria electoral en Andalucía que descargase sobre Sánchez —con los riesgos que comporta esa decisión— una advertencia que podría ser similar a la de Madrid en mayo pasado. Hay que pisar democráticamente el pedal del freno a la deriva galopante de nuestro sistema político, envuelto tal deterioro en la agitación y propaganda gubernamentales.