La desaparición de la violencia traería una sociedad normal si aquélla incluyera los valores de quienes la han ejercido. Durante mucho tiempo creí que este sistema vasco de acracia foral, era inexportable, algo idiosincrático nuestro. Pero se trata simplemente de una conformación política a partir del deterioro del Estado moderno, una inversión hacia el pasado preliberal.
La decisión de la Fiscalía de investigar la insolvencia del ex convicto de ETA condenado en su día por el asesinato en 1980 del marido de Pilar Elías, el concejal de UCD Ramón Baglietto, no puede más que calificarse de acertada. Resulta realmente bochornoso y toda una burla al dolor de la víctima que el asesino, tras cumplir la condena y haberse declarado insolvente para no pagar la indemnización, vaya a ubicar su negocio de cristalería debajo del piso de la viuda de la persona que asesinó. Hay que preguntarse en qué ambiente moral y político nos movemos en el País Vasco, y concretamente en esa localidad, Azkoitia, para que el victimario tenga la arrogancia de instalarse delante de las narices de su víctima, ofreciendo a la vista de todos no sólo la naturalidad del asesinato -al fin y al cabo, dicen los nacionalistas y mucha gente más, la causa es el «conflicto vasco»- sino, además, promocionando la idea de que, en cualquier caso, la razón, la dignidad, todo, lo tiene el autor del crimen, que pasea libre por la calle, mientras la viuda tiene que hacerlo con escoltas. No es extraño, pues, la buena e ingenua acogida que la decisión de la Fiscalía ha tenido por Pilar Elías, que ha acabado por exclamar que por fin se ha hecho justicia.
Esta inimaginable y escandalosa situación en cualquier Estado que se llame de derecho y, sobre todo, en cualquier sociedad que se crea civilizada, ha posibilitado la inclusión, en las condenas de terroristas, del alejamiento de sus víctimas una vez que hayan cumplido sus años de cárcel. Sin embargo, este hecho no es una mera anécdota. Euskadi es una gran cristalería donde la razón y la presencia de los victimarios extorsiona la conciencia y la moral de sus ciudadanos.
Pero puede ser peor. Si se permitiera por parte de los poderes del Estado el congreso de la ilegalizada Batasuna, se estaría permitiendo la ubicación de una gran cristalería en el centro de la política no sólo vasca, sino también española. Y todo lo que hemos dicho de lo que supone la apertura del negocio del ex convicto en Azkoitia se puede decir, si se permite, del congreso de Batasuna. En qué Estado de derecho vivimos, qué moral rige entre nuestros dirigentes, qué pequeña es su sensibilidad ante las víctimas. Si el acto se tolerase, la razón la tendría Batasuna, la moral sería la que ella impone. Habría que concluir, a la postre que los que estábamos confundidos y somos los causantes de tanto sacrificio y horror, somos quienes nos oponemos a ETA. De hecho, para los demócratas, este congreso es como la cristalería para la viuda de Baglietto.
Hay quien cree que la mera desaparición de la violencia posibilitaría una sociedad normal. Así sería, efectivamente, si esa desaparición incluye la de los valores y planteamientos políticos de los que la han ejercido. Pero no es esto lo que suele suceder. Lo estamos viendo en Irlanda de Norte, en los países de la antigua Yugoslavia, donde no existe una condena social de sus genocidas, y en otros muchos lugares del mundo donde se ha llegado a un apaño y los valores de la violencia política perviven como los fundamentales del nuevo orden.
Durante mucho tiempo creí que este sistema vasco, que denominé como acracia foral (más lo primero que lo segundo) era inexportable, algo sui generis, idiosincrático nuestro. Veo que no, que se trata simplemente de una conformación política a partir del deterioro del Estado moderno, en un claro proceso de inversión hacia el pasado preliberal. Y, por el contrario, resulta claramente contagiosa. Aunque la política, en su formulación prágmática como el arte de lo posible en la búsqueda de poder, arriesgue en ocasiones, acercándose a límites peligrosos, lo que no puede es atravesarlos y mutarnos el sistema hasta que éste deje de ser democrático. Esperemos que no lleguemos a eso.
Mientras tanto consolémonos con la osada y legítima acción judicial española de procesar a determinados antiguos líderes de China por la ocupación del Tíbet, ya que no hay valor para ejercer la justicia aquí. Ahora ejercitamos la justicia exótica, de la misma forma que ejercitamos la solidaridad con los del Tercer Mundo pero no con el vecino amenazado.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 18/1/2006