“La consolidación de una democracia pluralista exige un alto grado de pacificación de la sociedad y un mínimo de convergencia en torno a unos valores comunes básicos. No se puede competir para demonizar y destruir al adversario, y es incompatible con los juegos de suma cero. En la España de 1936, como en otras partes de Europa, había que superar la prueba de fuego de competir por el poder sin llegar a negar la legitimidad del contrario respetando al derrotado. Pero nada de eso era fácil si, como pasó en la primavera, el espacio ideológico y moral en el que confluían los moderados se fue achicando hasta quedar asfixiado por una movilización agresiva e impactante de grupos de radicales que aspiraban a ganar para no tener que competir más. Es decir, que eran violentos porque no creían en una competición que respetara la pluralidad y porque esperaban que la violencia intimidara y desmovilizara al contrario hasta hacer posible un monopolio del poder (…) El hecho de que el sector mayoritario del socialismo se desplazara hacia un espacio cada vez más radical y cercano a los comunistas, justo cuando era más necesario que se corresponsabilizara de la gestión de la victoria y que condenara la violencia viniera de donde viniera, supuso un problema muy grave para los republicanos de izquierdas. (…) A esas izquierdas republicanas les costaba aceptar las servidumbres de una sociedad pluralista y de un régimen liberal. Por eso, y por el coste moral de aliarse con los protagonistas de la insurrección de 1934, su comportamiento al frente de las instituciones tras el 19 de febrero de 1936 fue errático, hasta el punto de parecer que sus credenciales democráticas estaban tan condicionadas por un sectarismo dogmático que les imposibilitaba gobernar para todos los españoles”. Los párrafos citados pertenecen a “Fuego cruzado. La primavera de 1936”, la obra que Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío acaban de publicar en Galaxia Gutenberg.
Los autores, catedráticos de la Rey Juan Carlos y de la Complutense respectivamente, se han empleado a fondo en el estudio de los seis dramáticos meses que van del 16 de febrero, fecha de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular (triunfo materializado por el democrático método de echarse a la calle, desbordar a las autoridades y manipular las actas en no pocos lugares), y el 18 de julio de 1936, aplicando el filtro de una investigación paciente y rigurosa plasmada en un trabajo monumental que, sin embargo, no gustará a “ese público que suele confundir la memoria con la Historia y que prefiere los relatos partidistas antes que los análisis desacralizadores”. De su lectura sale el lector dominado por el espanto que produce comprobar las tremendas similitudes entre aquel periodo histórico (la sima que dividía a las dos Españas, el odio entre derechas e izquierdas que hacía imposible cualquier proyecto de convivencia, y, lo que es peor, “la decisión de la media España vencedora de aniquilar a la otra mitad vencida”, en palabras del republicano Gregorio Marañón), y el que ahora estamos viviendo, el odio renacido y alimentado bajo la presidencia de Pedro Sánchez, declarado devoto de unos de los grandes responsables de la tragedia de la Guerra Civil, Francisco Largo Caballero, un tipo del que Sánchez se declara admirador y al que le sobraban la mitad, como poco, de los españoles, como él mismo se encargaba de recordar cada vez que aparecía por las plazas españolas asegurando que “como socialistas marxistas, sabemos que por medio de la democracia burguesa jamás podremos transformar el régimen”.
También Sánchez quiere no ya transformar el régimen del 78 sino acabar con él, para sustituirlo por una autarquía sobre la que poder reinar durante muchos años
También Sánchez quiere no ya transformar el régimen del 78 sino acabar con él, para sustituirlo por una autarquía sobre la que poder reinar durante muchos años, un proceso iniciado por Zapatero en su día y retomado por Sánchez con renovados bríos a partir de la moción de censura. Aunque es cierto que a Pedro ya le viene bien cualquier sistema que le permita mantenerse en el poder, lo cierto es que nunca le ha entusiasmado la democracia liberal, siempre ha elegido a sus compañeros de viaje entre los enemigos de la libertad. Tuvo a mano al Ciudadanos de Albert Rivera para haber hecho políticas de centro y ha tenido siempre al PP blandiblú abierto de piernas y dispuesto para la grossen koalition, pero Pedro ha rechazado ese tipo de alianzas, se ha negado a gobernar para todos y se ha decantado, cual moderno Largo Pistolero, por los menos indicados compañeros de viaje, lo peor de cada casa, para llevarla a cabo. Todo llevaba su ritmo, un tempo más pausado, cuando de pronto salta a primer plano la corrupción de Begoña Gómez, un episodio que amenaza con poner fin abrupto a su carrera política, y entonces todo se acelera porque se ve obligado a forzar la máquina, su mujer le amenaza con el divorcio por una presunta infidelidad y, más importante, por su incapacidad para protegerla de las investigaciones de la prensa libre. La doña, que pretende seguir haciendo negocios a la sombra de su marido, no quiere ser la nueva Iñaki Urdangarín, no quiere acabar en la cárcel, de modo que Pedro tiene que protegerla, tiene que garantizarle impunidad total. Es entonces cuando concibe una carta a los españoles que en realidad es un alzamiento contra el régimen constitucional, convirtiendo un problema personal con su señora (en el fondo, un problema judicial que tiene su familia y todo su entorno con la Ley; lo ha dicho bien claro el alcalde Martínez Almeida: “Sánchez es el jefe de una trama corrupta que abarca su casa, el palacio de la Moncloa y hasta la última terminal del PSOE”) en un golpe revolucionario a la manera de los Kirchner, y como Cristina convoca a su ejército de descamisados, llama al “pueblo” en su apoyo y desde el balcón de la Casa Rosada les muestra al enemigo común: los fachas, los ricos, la prensa vendida al capital, los jueces, sobre todo los jueces, los viejos enemigos de siempre que quieren acabar con nuestras conquistas.
El régimen necesitaba una Justicia nueva que purgara a esas “togas habituadas a ser instrumentos serviles de unas oligarquías que se resisten a perder sus privilegios”.
Un autogolpe de manual, forzado por la necesidad de garantizar la impunidad judicial para los suyos, que en realidad quiere decir impunidad para él. Pedro se lanza a toda velocidad por la senda de la autarquía dispuesto a lo que sea menester, incluso a acabar con las libertades, con el apoyo de quienes le auparon a la presidencia tras la moción de censura, los mismo que le mantienen en Moncloa, los mismos que persiguen el cambio de régimen, un objetivo que tropieza con dos problemas esenciales: la Corona (el Rey) y los jueces, más un tercero en discordia dispuesto a impedir tal tropelía: la prensa libre. Una hoja de ruta calcada a la del 36. También el gran enemigo a batir para la izquierda socialista y comunista durante la primavera de aquel año infausto fue la Justicia, casualidad, una justicia “en connivencia con el fascismo que se vence del lado de los privilegiados”, en palabras de Largo, algo que, tras la victoria del Frente Popular el 16 de febrero, no se podía permitir. “No puede ser y no debe ser. ¿Va a ser necesario que intervenga el pueblo enérgicamente? ¡Pues intervendrá! No lo dude el señor Azaña”. Había que poner el ejercicio de la justicia republicana en manos de jueces republicanos. Para la mayoritaria ala caballerista del PSOE, como para la UGT y para unas Juventudes Socialistas muy próximas al PCE, Policía, Jueces y Fiscales eran esos “profesionales de la ley convertidos en guardianes implacables de los privilegios de la burguesía terrateniente y del capitalismo financiero”.
No podía quedar un funcionario que “oliera a monárquico o a cedista”. La criba debía hacerse en el acto. “A nadie medianamente enterado”, señalan Del Rey y Álvarez Tardío, “se le podía escapar que la campaña formaba parte de una ofensiva más amplia para promover una depuración de la función pública con la que asegurar, a medio y largo plazo, que la derecha quedaba debilitada y alejada de las instituciones durante largo tiempo, que impidiera por mucho tiempo la vuelta de la derecha al poder”. El régimen necesitaba una Justicia nueva que purgara a esas “togas habituadas a ser instrumentos serviles de unas oligarquías que se resisten a perder sus privilegios”. Las demandas de “republicanización de la Justicia” tuvieron finalmente cumplida respuesta tras la formación del nuevo Gobierno de Casares Quiroga, 13 de mayo del 36, momento en que las Cortes emprendieron la tramitación de un ambicioso paquete de reformas pergeñado por el equipo del ministro de Justicia Blasco Garzón, que incluía, como medidas más descollantes, un cambio en el procedimiento de elección del presidente del Tribunal Supremo, la modificación de la edad de jubilación de los funcionarios judiciales, la revisión del sistema de designación de jueces y fiscales municipales, una reforma del Tribunal de Garantías Constitucionales, y la ampliación de la amnistía aprobada tras las elecciones del 16 de febrero.
El 26 de mayo de aquel 36 se celebró un importante consejo de ministros destinado a impulsar esas reformas, en el que Blasco Garzón habló a sus colegas sin tapujos de la necesidad de que el Gobierno pudiera trasladar a los magistrados a destinos vacantes de menor relevancia en la escala judicial, y hacerlo a su conveniencia, además de poder ascender a los jueces y magistrados ideológicamente próximos sin respetar los turnos establecidos en la todavía vigente LOPJ. Pero la verdadera conquista que perseguía el ala izquierda del republicanismo, la que llevaba la voz cantante, era el control político del Tribunal Supremo. Su presidente, Diego Medina, había sido nombrado en 1933 por un periodo de 10 años de acuerdo con la Ley de 8 de octubre de 1932 aprobada siendo ministro de Justicia Álvaro de Albornoz, dentro de uno de los Gobiernos de Azaña del primer bienio, pero la izquierda no perdonaba a Medina su comportamiento (el cumplimiento de la ley) tras la revolución de Asturias de octubre de 1934. La modificación de la edad de jubilación de los magistrados venía como anillo al dedo a un Medina obligado por la treta a retirarse. Así las cosas, los socialistas plantearon un cambio radical en el procedimiento de elección del presidente del Supremo, de forma que su titular fuera siempre un hombre elegido por la mayoría del Frente Popular.
Los socialistas plantearon un cambio radical en el procedimiento de elección del presidente del Supremo, de forma que su titular fuera siempre un hombre elegido por la mayoría del Frente Popular
En la tramitación parlamentaria de estos cambios, y en medio de “la presión exacerbada de la prensa socialista y comunista sobre magistrados y jueces de instrucción” (un tiempo en el que los editoriales de Claridad, el periódico de Largo Caballero, a menudo terminaban convertidos en leyes en la Gaceta de Madrid, el BOE de entonces), el diputado socialista Ángel Galarza exigió a los funcionarios de Justicia “no un simple acatamiento, sino una plena identificación con las esencias del nuevo régimen”. La última de las reformas propuestas por el departamento de Blasco Garzón tuvo una relevancia todavía mayor que las anteriores: una ley que creaba y regulaba un “Tribunal Especial para exigir la responsabilidad civil y criminal en que puedan incurrir Jueces, Magistrados y Fiscales en el ejercicio de sus funciones o con ocasión de ellas”. Es una idea que todavía no se le ha ocurrido a Sánchez, pero que estará al caer. Una ley que perseguía, ni más ni menos, que la tutela gubernativa del trabajo de jueces y fiscales, y que definitivamente enterraba cualquier atisbo de independencia judicial. La composición de ese tribunal especial de “tutela y sanción” estaba formada por “cinco magistrados” del Supremo, como jueces de derecho, y por doce jurados que actuarían como jueces de hecho. Es fácil colegir el perfil ideológico de quienes iban a ocupar esos doce puestos.
Asombra comprobar la simetría entre la deriva liberticida emprendida por Sánchez y las iniciativas legislativas llevadas a cabo en materia de Justicia -y en otras del mismo tenor, tal que la libertad de prensa- por las autoridades republicanas bajo la batuta de la mayoría socialista y comunista del Frente Popular. Aquí y ahora, pronto veremos en escena una Ley de Defensa de la Democracia (la democracia de la República Democrática Alemana, que es la única que entiende el socialismo español), a imagen y semejanza de aquella Ley de Defensa de la República que las Cortes Constituyentes instauraron en octubre de 1931 para, al margen de los tribunales, perseguir la publicación de noticias contrarias al nuevo régimen. Será una ley “ómnibus”, en realidad una Ley de Defensa del Sanchismo, que lo englobará todo, desde los medios de comunicación hasta la Justicia, fundamentalmente a la Justicia, esa Justicia que muy probablemente tenga que juzgar un día no lejano a él y a toda su parentela. Ello acompañado de cambios en la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que los fiscales, y no los jueces, sean quienes instruyan las causas; cambios también en las oposiciones de acceso a la carrera judicial para que la Justicia sea impartida por “jueces del pueblo”, y cambios igualmente en los porcentajes para la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), la llave que da acceso al Tribunal Supremo, la madre del cordero, la clave del arco sobre la que descansa, como en la II República, el entero edificio judicial. Controlar el Supremo, después de controlar ya el Constitucional, es la obsesión de nuestro pintoresco caudillo Sánchez, porque serán los jueces del Supremo quienes digan la última palabra sobre la amnistía, ley fundacional del sanchismo sobre el que descansa la legislatura y la continuidad de su Gobierno, su continuidad en el poder.
Controlar el Supremo, después de controlar ya el Constitucional, es la obsesión de nuestro pintoresco caudillo Sánchez
Domeñar la Justicia para impedir que Begoña se siente en el banquillo y para sortear, si decayera la amnistía, el riesgo de fuga de Puigdemont y sus 7 votos, que son los que le mantienen en Moncloa. Un pasaporte de inmunidad e impunidad. Un autócrata, un tipo con alma de dictador, un caudillo latinoamericano constreñido por un ordenamiento jurídico que le impide (de momento) desplegar todo su potencial de sátrapa. Un Largo Caballero (“él actuó como hoy queremos actuar nosotros desde todos los frentes”) tan enemigo de la democracia liberal como aquel pero, a diferencia de aquel, muy amigo del dinero, como ha venido a demostrar el episodio de Begoña. Poder y dinero, el binomio que ha guiado los pasos de todos los capos mafiosos que en el mundo han sido. Un capo, justo es decirlo, cuya existencia sólo cabe imaginar en una sociedad tan mansa, tan adocenada, tan destruida por las leyes educativas, tan desprovista de pulso democrático, tan reñida con el privilegio de la libertad, tan carente de una sociedad civil vigorosa, como la española. Un país con una oposición tan medrosa como la actual: señor Feijóo, esto no va de inventarse un “estatuto” para la mujer del presidente; esto va de que la mujer del presidente no puede hacer negocios, no puede dedicarse a delinquir a la sombra de su marido. El bochorno que produce la pobreza argumental del discurso de este personaje, la inconsistencia de su retórica hueca, haría imposible su presencia al frente del Gobierno de una democracia plena en una sociedad madura. Quizá un caso clínico más que político. Un personaje que, como esta semana decía Alfonso Guerra, alguien que conoce bien el paño, está cavando aceleradamente su tumba. No creo que pase del verano. Imposible imaginar que alcance la Navidad. Algo tendremos que hacer por nuestra parte para impedirlo, no obstante, porque es seguro que, de consolidarse, muy difícilmente el sátrapa nos daría la oportunidad de volver a votar dentro de tres años. Como sostienen Del Rey y Álvarez Tardío en “Fuego Cruzado”, “a la democracia pluralista no se llega de la noche a la mañana por el mero hecho de reconocer el sufragio universal. La democracia no es un punto de llegada: es una práctica que tiene que ver no solo con cómo se elige a los gobernantes, sino con lo que estos pueden o no hacer”.