Una paz sin justicia

ROGELIO ALONSO, EL CORREO 30/04/13

Rogelio Alonso
Rogelio Alonso

· El acto de Gernika convertía a los victimarios en víctimas. De acuerdo con la manipuladora visión reproducida por la hija de Eguiguren, los encarcelados por defender crímenes terroristas deben salir de la cárcel, ya que ahora «trabajan por la paz»

La imagen de las hijas de Eguiguren y Otegi recogiendo el premio Gernika coincidió con otra menos publicitada. Ese día, el padre de Fernando Trapero, guardia civil asesinado por ETA, declaraba tras conocer que la justicia francesa había condenado a cadena perpetua al terrorista responsable del crimen: «Tengo una sensación de paz». Las dos imágenes revelaban concepciones muy diferentes de la paz. La primera de ellas concibe la paz como la ausencia de justicia. En cambio, la segunda condiciona la paz a la aplicación de la justicia. Si la desigual atención que merecieron una y otra fuera un criterio válido para determinar qué modelo de finalización del terrorismo se está imponiendo, podría concluirse que la verdad y la justicia se están sometiendo a peligrosos intereses políticos. Esa agenda política no persigue la exigencia de responsabilidades a los culpables de la sistemática violación de los derechos humanos que el terrorismo de ETA ha supuesto. Por el contrario trabaja por su exculpación y, en consecuencia, por una tremenda injusticia que se quiere maquillar como paz.

El acto de Gernika propugnaba una ‘paz’ sin justicia que escenificaban simbólicamente las dos menores al servicio de unos manipuladores intereses políticos. Sus discursos apelaban a la emoción mientras ignoraban de forma injusta el sufrimiento de quienes han sido víctimas del terrorismo precisamente porque uno de los galardonados lleva décadas justificándolo y legitimándolo. El galardonado sigue hoy comprometido con la legitimación de la violación de los Derechos Humanos que las víctimas del terrorismo han padecido. La interrupción táctica del terrorismo sin su condena y deslegitimación no merece el aplauso de la sociedad amenazada; más bien una firme exigencia de responsabilidad por su complicidad con el terror, y la denuncia de su cobardía al negarse a asumir las consecuencias de su participación en la violencia.

El hombre al que ahora se convierte en protagonista de la ‘paz’ ha sido precisamente el que la ha obstaculizado durante décadas al ser mucho más que cómplice del terrorismo. Y ahora, cuando decide recurrir a otra táctica, pero sin renunciar a legitimar el asesinato de 858 seres humanos y la mutilación física y psicológica de cientos, resulta que su limitada y selectiva metamorfosis debe servir para borrar lo que todavía encarna: la legitimación de la maldad política. Resulta siniestro que se recurra a unas niñas para avalar tan perversa narrativa, pero razonable desde el punto de vista estratégico de quienes se esfuerzan en intoxicar así el pasado, el presente y el futuro de la sociedad vasca.

La hija de Eguiguren aludió al odio identificando curiosamente como receptores del mismo a integrantes de un grupo terrorista. Paradójica inversión de roles que prostituye el sufrimiento de quienes sí han sido víctimas del odio reproducido por ETA, la única responsable de la privación de los derechos fundamentales de tantos ciudadanos. Porque los asesinatos cometidos por ETA, la persecución ideológica y política aplicada por los terroristas, han estado alimentados por un odio que las víctimas del terrorismo no han demostrado. Las víctimas han respondido a la violencia pacífica y cívicamente, descartando la venganza, conteniendo sentimientos tan humanos como la rabia y el odio en la confianza de que la justicia les aportaría alguna paz. Sin embargo, ahora, con simbólicos actos, se les niega tan básico derecho humano y democrático reclamándoles una paz que difícilmente lo será si carece de justicia.

El acto de Gernika convertía a los victimarios en víctimas pues, de acuerdo con la manipuladora visión reproducida por la hija de Eguiguren, quienes están encarcelados por defender crímenes terroristas deben salir de la cárcel, ya que ahora «trabajan por la paz». A tan terrible injusticia añadía otra: un olvido sin justicia que pasa página eludiendo la rendición de cuentas política, penal y moral que una sociedad democrática necesita después de que un grupo terrorista la haya coaccionado durante décadas. «Que lo ocurrido sea cuanto antes un recuerdo», pedía en una perfecta escenificación orquestada para beneficio de los representantes políticos de ETA –Bildu–, con el apoyo de dirigentes socialistas. O sea, que las víctimas del terrorismo hagan el esfuerzo sobrehumano de renunciar a la justicia que puede darles algo de paz y que simplemente se conformen con el recuerdo de la injusticia cometida. Injusto legado para una sociedad en la que los sentimientos pueden ejercer de instrumento manipulador de los derechos y obligaciones de los ciudadanos, sustituyendo la justicia por la amnesia, por relatos emotivos y sentimentalistas que clausuran el pasado con una pervertida redefinición de víctimas y verdugos.

La ‘paz’ premiada en Gernika invalida la justa y necesaria retribución a las víctimas que justicia y democracia exigen. Es dudoso que semejante injusticia sirva para desactivar el odio que albergan quienes siguen legitimando el asesinato de sus conciudadanos. Por el contrario puede generar una gran frustración y tristeza en esa generación a la que el odio asesino privó de sus padres y seres queridos. Poco antes de que Gregorio Ordóñez fuera asesinado, el etarra Antón López Ruiz publicó una carta en Egin que concluía con una explícita declaración de «odio», «desprecio» y su «deseo de que algún día, al oír la radio, oiga una noticia que me alegre el día». ¿Qué pensarán Javier, el hijo de Gregorio Ordóñez, y tantos huérfanos como los que ha dejado el terrorismo de ETA cuando observen que una parte de la sociedad aplaude así a quienes intentan negarles la justicia que merecen? Si a esa generación de víctimas que sufrió el odio de ETA se la castiga también con la impunidad de los responsables de tantas atrocidades, difícilmente se contribuirá a consolidar el final del terrorismo. Más bien puede incentivar su reproducción entre quienes todavía legitiman el odio y el fanatismo etarra que algunos insisten en recompensar.

ROGELIO ALONSO, EL CORREO 30/04/13