Kepa Aulestia-El Correo

La presidencia del Gobierno contiene un enorme poder de sugestión sobre quien la ostenta; sobre sus próximos, sobre el partido al que pertenece, y hasta sobre el resto de las formaciones e instituciones. El dato fundamental que describe la investidura fallida de Pedro Sánchez es que éste no promovió su candidatura mientras era otro el presidente en funciones -como en 2015 y 2016-, sino que pudo sentarse a esperar en La Moncloa el resultado de las cavilaciones y movimientos de los demás grupos parlamentarios. Una presidencia que hace un año obtuvo de carambola, parecía consagrarse en sus adentros como una especie de poder inmutable gracias al escrutinio del 28-A y del 26-M. Hasta las negociaciones se realizaron desde el Gobierno, e incluso en nombre del Gobierno. Y tras los Consejos de Ministros, el Ejecutivo se pronunciaba en rueda de prensa sobre su desarrollo. El Gobierno no solo ha sido la voz del PSOE en los últimos meses; también ha tratado de encarnar los intereses generales de España más allá de su función institucional, reivindicando su representación ante la investidura.

En dos momentos del proceso negociador con Unidas Podemos, el secretario general del PSOE y presidente en funciones ha hecho mención a la posible necesidad de un cambio de ‘metodología’. Pero, a tenor de sus declaraciones del jueves noche, no parece que esté pensando en renunciar a la utilización de su rango institucional; con la que proyecta la idea de que no es el líder socialista sino el presidente de España quien deja de negociar con Unidas Podemos, o se dirige al conjunto del arco parlamentario reclamando ser investido para evitar que los españoles tengan que acudir de nuevo a las urnas. La presidencia del Gobierno es la baza fundamental que Sánchez empleó para concurrir a los comicios de abril, y que posteriormente ha utilizado para situarse muy por encima de sus 123 escaños. Previstas las dificultades de Pablo Iglesias y de Unidas Podemos para reciclarse en clave gubernamental, la sugestión socialista de que el Gobierno es suyo, y que si acaso los de Sánchez estarían dispuestos a mostrarse generosos con lo propio, explica los peores tonos de la ruptura.

Continuar interinamente en La Moncloa es lo que fortalece la posición de Pedro Sánchez en su interlocución con los demás grupos políticos; y lo que atenúa la preocupación en las filas socialistas tras la investidura fallida. Pero, al mismo tiempo, la presidencia en funciones amenaza con convertirse en el flanco más débil de sus opciones próximas. Bien sea ante la eventualidad de que el Rey vuelva a proponerle, bien si éste se ve obligado a convocar elecciones el 10 de noviembre. Siguiendo un calendario que, claro está, se prefijó en La Moncloa.

La presidencia es una tribuna colosal, desde la que se persuade y disuade con mayor facilidad, y que convierte los éxitos más nimios en un triunfo sin precedentes. Pero, cuando se fracasa, la presidencia se vuelve una losa descomunal que dificulta la reencarnación de quien la ostenta. A cuenta de su pulso con Unidas Podemos, Sánchez consiguió la unánime adhesión de sus socialistas y de aquellos otros socialistas que nunca creyeron en él. Pero al aferrarse a la idea de que no hay otra alternativa que su persona, el secretario general del PSOE y presidente en funciones muestra, cuando menos, tantas debilidades como fortalezas.