EDITORIAL EL MUNDO – 15/07/17
· Además del enfrentamiento entre instituciones y la fractura social, una de las peores consecuencias del proceso soberanista en Cataluña es la porfía del independentismo en reducir la realidad a un plano binario en el que no caben las opciones intermedias, que son la clave de bóveda en cualquier democracia occidental. Ésta es la lógica que explica por qué Carles Puigdemont, presionado por sus socios de Gobierno de ERC y por los antisistema de la CUP, relevó a tres consejeros recelosos del referéndum del 1 de octubre. La propia CUP se vanaglorió de estas destituciones y calificó a los consellers salientes de «autonomistas». La situación política en Cataluña es tan grave, y tan esperpéntica, que se ha llegado al punto de zaherir a unos dirigentes por el simple hecho de plantear dudas alrededor de un proyecto político que conduce a Cataluña a un callejón sin salida.
La purga ejecutada por Puigdemont tendrá la consecuencia de bunkerizar el procés y de radicalizar a un Govern que ha adoptado una hoja de ruta kamikaze. El 1-O, haya o no referéndum, la legislatura llegará a su fin, tal como admitió el propio president. Pero ni Puigdemont ni Junqueras, en comparecencia conjunta, fueron capaces de explicar los motivos reales que llevaron a la salida de Neus Munté, Jordi Jané y Meritxell Ruiz, además de Joan Vidal de la Secretaría del Govern. Y la realidad no es que éstos se hayan «echado a un lado», tal como afirmó Puigdemont, sino que han sido apartados de sus puestos porque no compartían en su totalidad la estrategia de la Generalitat.
También está claro que han pesado la incertidumbre ante las eventuales penas que acarrea la organización de una consulta que liquidaría la soberanía nacional, ya sea la inhabilitación, una multa económica o el embargo de parte del patrimonio particular de cada uno de los implicados. Con la destitución del ex conseller Baiget, el president ya envió una señal inequívoca de que no admitía la más mínima disidencia. Ayer lo completó con ribetes autoritarios, forzando una crisis de Gobierno en la que, nuevamente, quien sale peor parado es el PDeCAT.
Artur Mas defendió ayer los cambios en el Govern, pero es evidente que una parte de la vieja guardia de Convergència –el propio Francesc Homs no lo ha ocultado en público– observa con enojo la continua erosión de su partido. De ahí el golpe de mano de Puigdemont a la hora de situar en el Gobierno catalán a personas inequívocamente a favor del referéndum, aunque éste sea ilegal y unilateral, y además en puestos clave para la logística de la consulta.
Jordi Turull asume la Consejería de Presidencia; Joaquim Forn pasa a Interior, departamento que controla los Mossos; y Clara Ponsatí, una economista que pertenece a la Asamblea Nacional Catalana (ANC), es la nueva responsable de Educación, que gestiona los colegios e institutos donde en teoría se desarrollaría la votación. El resultado es un Gobierno plenamente del gusto tanto de ERC, cuyos consellers han salido indemnes, como del piélago de entidades sociales –como la ANC y Òmnium Cultural– que actúan de argamasa del separatismo.
Mariano Rajoy fue muy claro ayer al denunciar que, «después de presionar a los medios, a la oposición, a los Mossos, a los funcionarios y a los alcaldes, ahora presionan a su propio partido». Por su parte, Pedro Sánchez volvió a ratificar el apoyo de los socialistas al Gobierno en la defensa de la ley, pero rescató parte de las tesis pseudonacionalistas del PSC, lo que resulta una manera completamente desacertada de hacer frente común con el Ejecutivo ante el desafío soberanista. Porque, al contrario de lo que defiende Sánchez, no se trata de confrontar proyectos políticos, sino de articular una respuesta unitaria desde el Estado para frenar la flagrante vulneración de la legalidad que supondría llevar a cabo un referéndum independentista. Máxime teniendo en cuenta que, como muestra la purga de consellers, ni Puigdemont ni sus socios piensan dar marcha atrás en sus disparatados propósitos.
EDITORIAL EL MUNDO – 15/07/17