HENRY KAMEN-El Mundo

El autor ironiza sobre la ‘inmortalidad’ de Franco, a propósito de la intención del nuevo Gobierno de trasladar sus restos del Valle de los Caídos. Cree muy preocupante que el pasado se use como arma arrojadiza.

UNO DE los mayores misterios de la historia de España ha sido la inmortalidad de Franco. Más de 40 años después de su muerte física, acaecida en noviembre de 1975 a la edad de 82 años, todavía está espiritualmente vivo. Su nombre y su figura aparecen repetidamente en la prensa, en discursos, en programas de televisión, en debates públicos, en literatura distribuida por separatistas regionales, en los cantos de ira de muchos jóvenes estudiantes que realmente no saben nada del dictador, excepto su nombre. Franco todavía está con nosotros, y lo necesitamos, parece. No es suficiente con que esté muerto y enterrado. Como si fuera el protagonista de una película de vampiros, tenemos que molestar a su cuerpo para que podamos tranquilizarnos a nosotros mismos. Y, así, Francisco Franco se levantará nuevamente, de acuerdo con la propuesta del Gobierno actual de Pedró Sánchez, que se plantea exhumar sus restos y retirarlos del Valle de los Caídos.

Esta renacida obsesión con Franco tiene su origen en la Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Zapatero, que pretendió resolver algunos de los problemas relacionados con la identificación y la exhumación de víctimas de la Guerra Civil y el franquismo. Es posible contemplar esa Ley como un esfuerzo razonable por parte del Estado para enfrentar un problema. Seamos honestos acerca de esta realidad. El régimen de Franco fue responsable de miles de muertes, algunas producidas durante los años de la guerra, pero la mayoría durante los años de represión posteriores.

Aparte de esas muertes, el régimen dictatorial también impuso en toda España una totalitaria presencia física en todas las áreas de actividad: en política, en cultura y en educación. Cambió la cara geográfica de las ciudades: las calles recibieron nuevos nombres y se instalaron estatuas agresivas en las principales plazas públicas.

Así que la mencionada Ley de 2007 fue la primera oportunidad, ya en democracia, que se les dio a aquellos ciudadanos que deseaban no sólo sacudirse la sombra opresiva de Franco, sino también investigar qué había sucedido con sus seres queridos.

Tras derogar de facto la Ley de Memoria de 2007, al dejarla sin dotación presupuestaria, el Gobierno popular de Mariano Rajoy vetó la reforma de una nueva norma planteada por el PSOE por el gasto que implicaba. El Partido Popular concluyó que esa ley iba a costar al erario público más de 200 millones en exhumaciones y compensaciones.

El fracaso de aquella propuesta no se repitió ante el complicado asunto de qué hacer con el monumento erigido por Franco en el Valle de los Caídos. Cuando en mayo de 2017 los socialistas llevaron al Congreso la propuesta de instar al Gobierno (del PP) a que retirara de allí los restos del dictador, PSOE, Ciudadanos y Unidos Podemos se unieron y votaron a favor de la iniciativa. Según esa moción, Franco deberá tener un nuevo lugar de descanso. Es algo de sentido común. La eliminación de los cuerpos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera eliminará la identificación del monumento con el régimen de Franco. Y, de ese modo, se facilitará la adopción de otras decisiones sobre qué función dar al lugar, uno de los símbolos centrales de un régimen desaparecido, pero aún muy vivo en la memoria colectiva.

Sin embargo, el re-entierro del Generalísimo es solo una parte del problema. La Ley de 2007 tiene el grave defecto de que puede ser utilizada, en palabras de un ministro del Gobierno reciente, para «rehurgar en las heridas». Y, de hecho, ya hemos visto en varias actuaciones de algunas autoridades competentes en sus respectivos ámbitos de implementar la Ley cómo se han centrado exclusivamente en los crímenes cometidos por los partidarios de Franco, haciendo la vista gorda ante los crímenes cometidos por seguidores de la República.

La Ley ha sido utilizada como una herramienta para falsificar el pasado histórico. En abril, un portavoz del Gobierno actual afirmó que este asunto «no es de izquierdas o de derechas», sino «de responsabilidad ética y moral». Eso puede ser así en teoría, pero en la práctica las cosas no han resultado de esa manera. Ahí está, sin ir más lejos, el caso del monumento propuesto por la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, para honrar a las casi 3.000 personas fusiladas en Madrid entre 1939 y 1944. Algunos de los fusilados fueron ellos mismos criminales de guerra, miembros de las notorias chekas. Un portavoz de Ciudadanos afirmó que un monumento en su memoria muestra «que el sectarismo se impone al diálogo y al consenso». Desde luego, la alcaldesa Carmena no ha propuesto levantar un monumento para las miles de personas asesinadas por el Gobierno del Frente Popular en Madrid. Y un problema similar de parcialidad, prejuicios y utilización de la memoria histórica como arma arrojadiza ha surgido incluso con la cuestión aparentemente inocua de cambiar los nombres de las calles en Madrid.

Dicho todo lo anterior, hay que ser claros. Es innegable la brutalidad de un régimen que durante años asesinó a sus propios ciudadanos, devastó sus propias ciudades, erigió estatuas de triunfo y cambió los nombres de las calles para enfatizar su victoria. Y aquella brutalidad excedió con mucho las acciones criminales perpetradas por sus oponentes. Aquellos de la primera y segunda generación que sobrevivieron a la guerra tenían todas las razones para buscar el retorno a la normalidad, el retorno a un periodo en el que los triunfos de ese régimen no fueran visibles todos los días a sus ojos en forma de símbolos. Sin embargo, el problema siempre ha sido cómo controlar las reacciones que en algunos sectores sociales provoca la mirada al pasado, razón por la que el PP fue reacio a apoyar la Ley de 2007.

EL GOBIERNO socialista, por el contrario, se apresuró a promoverla sin pensar mucho. Y esta semana un portavoz ha prometido una Ley más al respecto. Eso es un error, ya que habrá más conflictos, más confrontación ideológica. Podemos preguntarnos cuál es el daño en que haya algunas estatuas que nos recuerden que en España hubo una dictadura durante 40 años. ¿Y dónde está el daño de algunos nombres de calles que se quieren quitar? Los alcaldes ignorantes, sin embargo, intentan buscar apoyo popular mediante la eliminación de estatuas y el cambio de nombres. Ahí tenemos el caso de Barcelona, donde la alcaldesa Colau ha eliminado la estatua de uno de los ciudadanos más ilustres de Cataluña sobre la base de acontecimientos que sucedieron en otro tiempo y que no pueden interpretarse conforme a los valores actuales. Los políticos no siempre son inteligentes y harán cosas poco inteligentes.

El intento de tratar el tema a través de una ley encontró fuertes objeciones en 2006-7, y todavía hoy tiene objetores respetables. En marzo de este año, se publicó un Manifiesto por la historia y la libertad crítico con la Ley de Memoria, suscrito por más de 150 personalidades entre las que se encuentran intelectuales y políticos, como el hispanista Stanley Payne, el escritor Fernando Savater o el ex presidente de la Comunidad de Madrid, el socialista Joaquín Leguina. Consideraban que se pretende imponer una ley «de tipo soviético» y el «pensamiento único».

Por último, siguen existiendo problemas excepcionales que no están directamente relacionados con las cuestiones más amplias planteadas por la Ley de Memoria. En el caso del Valle de los Caídos, ahí está el debate sobre si demoler el monumento o eliminar a su famoso huésped. Es significativo que la mayoría del Congreso de Diputados haya optado por la última solución. Me temo que ha llegado el momento de que el invitado se vaya. Franco volverá a ser el centro de atención en un país que, al parecer, no tiene más problemas que Franco.

Henry Kamen es historiador británico; entre sus libros está España y Cataluña. Historia de una pasión (La Esfera de Libros, 2014).