JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • El Memorial de las Víctimas deberá evitar el riesgo de pervertirse, de lugar de reflexión y recogimiento, en museo o, aún peor, en parque temático de la violencia

El Memorial de Víctimas del Terrorismo inaugurado en Vitoria-Gasteiz la pasada semana está llamado a formar parte destacada de la red de centros que, a lo largo y ancho del mundo, se dedican a mantener viva la memoria de quienes han sufrido el azote terrorista en sus más diversas versiones. Se suma así a la tendencia mundial a destacar la centralidad y el protagonismo que se han ganado las víctimas tanto en la impartición de justicia como en el ámbito político y social. No escapan a esta corriente, por citar los más recientes ejemplos, los gestos que han tenido los presidentes Biden y Macron al reconocer la responsabilidad en que sus Estados incurrieron con la masacre y el genocidio perpetrados respectivamente en Tucsa y Ruanda. Son todos signos del deseo, por desgracia, con excesiva frecuencia estéril, de humanizar las relaciones con y en las sociedades que han sido sacudidas por actos de barbarie e inhumanidad.

Estas iniciativas suelen tener un impacto fulgurante. Pero, para que su alcance perdure y su efecto no sea efímero, es imprescindible que tanto sus promotores como quienes, de un modo u otro, se identifiquen con ellas respeten el fin para el que han sido acometidas. Ocurre, en efecto, que, pese a la loable intención que las inspira, no dejan de correr riesgos que conviene evitar desde el inicio. El más destructivo consiste en la perversión que se produce cuando lo que debería ser lugar de reflexión y recogimiento -santuario laico, en cierto modo- se convierte en museo o, aún peor, en parque temático en el que el turista satisface su curiosidad y llena el tiempo con su fugaz visita. El riesgo siempre acecha. En él se cae, por ejemplo, cuando el lugar en que una persona ha sido inhumanamente torturada -el sanctasanctórum del santuario- se usa como escenario en que dejar banal constancia de la propia presencia mediante una foto para el álbum.

Para nosotros, los vascos, que hemos vivido más de cerca los oscuros años del terrorismo, el Memorial ha de ser ventana y espejo. Ventana, para mirar, hacia adentro, las huellas indelebles del injusto daño sufrido y dejarnos conmover por ellas. Y espejo, para ver interpelado y reflejado en él nuestro comportamiento en unos tiempos en que, por miedo, indiferencia o connivencia, quizá no reaccionamos con la debida entereza a la barbarie que estaba perpetrándose a nuestros ojos. Ventana y espejo, pues, que, como en la tragedia griega, nos hagan alcanzar el reconocimiento franco de lo ocurrido y la catarsis que depure nuestra conciencia y nos conduzca a un estadio más elevado de compasión.

Quizá haya sido el miedo a asomarse a esa ventana de dolor y a verse reflejada en el espejo de la incómoda verdad lo que explica que la izquierda abertzale se haya negado a participar en la experiencia, descalificándola falsariamente de espectáculo en que no todas las víctimas estarían incluidas. Una vez más, ha evitado reconocerse en la parte que a ella le toca asumir de la tragedia. La casualidad ha querido además que la negativa haya coincidido con otro hecho que contribuye a delatar con mayor nitidez el sectarismo de una organización que no es capaz de hacerse cargo de su pasado. Y es que su obsesión en negarse al uso del término ‘condena’ para actos que la merecen, como la agresión que ha sufrido el exconcejal del PP en el consistorio gasteiztarra, Iñaki García Calvo, no hace sino ocultar bajo una triquiñuela semántica su cobardía a la hora de reconocer los hechos, a la vez que denuncia, sin quererlo, la pertenencia de sus autores a la causa. Pues los desmanes «fascistas» bien que los condenan sin ambages.

Nada es accidental. Desde la fundación de Sortu en 2011 quedó establecido que la adopción del término ‘rechazo’ en vez de ‘condena’, lejos de ser casual, respondía a una decisión, más impuesta que autónoma, de trazar un límite que la izquierda abertzale nunca podría traspasar en su proceso de integración en el sistema. El pasado no estaba en almoneda ni sería sujeto siquiera a revisión. El término es así un tabú y, como tal, actúa como el reverso de un santo y seña cuyo silenciamiento demuestra la autenticidad de la pertenencia a la izquierda abertzale. La razón está más allá de la semántica. En el respeto o en el abandono del tabú se juega el ser o no ser de la organización. Llegará el día en que, como ocurre con los tabúes, ni los miembros futuros de la tribu sepan el porqué de su existencia. Los de hoy aún lo saben. Pero no se nombra al innombrable.