GERARDO IRACHETA-EL MUNDO
El autor lamenta que nos estemos instalando en la ‘política-reality’ y que los partidos sean incapaces de alcanzar pactos de gobierno beneficiosos para los ciudadanos porque anteponen sus intereses y los vetos a los rivales.
PARA ENTENDER la dificultad que se vive en España y otros países con las negociaciones para formar Gobierno, tal vez sea útil recordar lo que ocurrió en nuestra vecina Italia tras las elecciones de 2013. El PDI, partido análogo en Italia al PSOE, tuvo entonces la opción de gobernar, pero necesitaba el apoyo de otras formaciones y miró a lo que creía que era su izquierda: el Movimiento 5 Estrellas (M5S), un partido nuevo que había irrumpido en la escena italiana con un mensaje de enmienda a la totalidad del sistema. Por petición de este último, y con el argumento de garantizar la «transparencia», las negociaciones habrían de ser retransmitidas en abierto vía streaming. Bersani, el candidato socialdemócrata, aceptó. A un lado de la mesa, se sentaron el candidato Bersani y su segundo, Enrico Letta; al otro, los dos portavoces de M5S. La negociación pública (y con público), con una solemne puesta en escena propia de una película de Sorrentino, se desarrolló ante la atenta mirada de millones de italianos, atraídos por lo inédito del proceso.
El encuentro duró apenas media hora y se redujo a un intercambio sordo de argumentos: los representantes del PDI apelaban a la «estabilidad» que necesitaba Italia; los del M5S, a la necesidad de regenerar la política italiana. Dos meses después de aquel frustrado encuentro retransmitido, y tras la dimisión de Bersani, Letta llegaría a primer ministro gracias a un giro espectacular en las negociaciones que culminó en un pacto de Gobierno del PDI con las formaciones de Silvio Berlusconi y Mario Monti (se podría interpretar que la estrategia del M5S era escenificar aquella ruptura para empujar al PDI a cometer una traición a su electorado al apoyarse en los partidos del centro derecha).
Sin embargo, la negociación estaba frustrada antes de comenzar. No había intersección posible. El sentido de aquel espectáculo no era la consecución de un acuerdo, sino el espectáculo en sí mismo. Y además de constatar el enésimo bloqueo político del país transalpino, inauguró de facto una nueva fase en la política mundial: la política-reality. Una fase en la cual, en aras de la transparencia, la política adquiría una nueva cualidad: la del espectáculo total, en presente continuo, y más allá de los escenarios previstos institucionalmente.
Contra la política sostenida por las instituciones, que secuestrarían «la voluntad del pueblo» y la reducirían a la gestión administrativa de un poder preexistente, la política de la transparencia total, la política-reality se ofrece desnuda a las cámaras y las redes sociales, sin límite espacio-temporal. El valor añadido del concepto reality es la pulverización de las fronteras entre los espacios dramáticos: el político en acción es un político en representación. Su casa –a veces incluso el domicilio personal– es la casa de todos los espectadores. Frente al miedo al «pacto secreto», al «arreglo en los despachos», o «entre bambalinas», se impone la reclamación de transparencia permanente, de poner paredes de cristal que nos permitan tener el control (o nos hagan creer que podemos tenerlo), de auscultar hasta la saciedad el presente y el pasado de cada político. No nos contentamos con comer; frente a la sombra de la adulteración, queremos ver cómo se cocina cada plato, qué ingredientes y en qué proporción se utilizan.
Después del Movimiento 5 Estrellas, el mundo ha vivido un auge de la política-reality. Políticos cocidos en el horno de estos programas televisivos, que dominan el nuevo lenguaje de la gestualidad radical y el nuevo tiempo sincopado de la política en directo, cosechan éxitos electorales en todas partes del mundo. El problema es qué hacer después con ese éxito, una vez han logrado sus objetivos electorales.
¿Es una distopía orwelliana? Más bien su reverso. No es el poder –invisible y ubicuo, como el panóptico en el que se inspiraba 1984– el que mira y escruta cada uno de nuestros actos. Ahora somos nosotros, votantes reconvertidos en espectadores, a quienes se nos ofrece, para consumo instantáneo, cada acción de la política, cada palabra, cada gesto. Rodeada de cámaras y micrófonos durante 24 horas y 365 días al año, constantemente vigilada, en permanente sospecha de escándalo, la política se presenta como espectáculo sin obra y sin guión, como acción separada de sus efectos. Sus acontecimientos aparecen vacíos de contenido: pura forma. Habríamos pasado del fin justifica los medios, con el que Maquiavelo definió la racionalidad dominante en la política moderna, al medio justifica el fin de la política posmoderna, tamizada por su valor emocional. La política ya no sería un instrumento de transformación de una realidad cada vez más compleja e indescifrable: sería su propia y vacua finalidad.
En un contexto así, el resultado natural no es el acuerdo, vivido como una claudicación dramática. El resultado es la vetocracia, como ya señalara Francis Fukuyama para describir la crisis política en EEUU. Se instala una paradoja: cuanto más se alarga la negociación, más coste se asume, más nos alejamos del pacto y más nos acercamos al veto. El escenario abrasa. No se mira qué se pacta, sino quiénes pactan. No importa el contenido, sino el continente. La foto, por encima de los acuerdos de gobierno que han de medirse públicamente en términos, de aparente escándalo o claudicación, de ganadores y perdedores.
La negociación política (es decir, la política), para ser real, exige un espacio de discreción. Ante la mirada del gran hermano de la política, primarán la defensa de su personaje –su integridad intachable, la férrea coherencia con sus principios– a la calidad de la obra, a su resultado final. Se trata, por tanto, de una falsa transparencia, de una realidad fake, valga la contradicción. Porque no es la realidad lo que se nos muestra, sino su simulacro.
¿Y qué opinan los ciudadanos? En la última encuesta de Sigma Dos para EL MUNDO veíamos cómo más del 60% de los españoles se inclinaban por que los partidos fuesen capaces de superar los vetos e intentasen dar estabilidad al país. Más allá de su voto particular a un partido, subyace una reflexión general: dialogar para intentar acordar (sea cual sea el resultado) es un supuesto de viabilidad de la democracia representativa. Es importante el matiz: no es que no se entienda que no logren acuerdos. Lo que no se entiende es que esos acuerdos no se intenten, o que se negocie con una finalidad diferente. La democracia, al cabo, impone un procedimiento, nunca un resultado. El análisis de las opiniones nos ofrece una radiografía al margen de las percepciones dominantes. La sociedad española, al menos por ahora, no participa de esta vetocracia ni del dramatismo de la política-reality. El dilema entre votos y vetos se ha extendido sin un sustrato real. Bajo las arenas movedizas de la política-reality, sigue habiendo adoquines.
Gerardo Iracheta es presidente de Sigma Dos.