- La figura del Soberano es objeto de continuas ofensas y desplantes sin que el Gobierno se inmute
La Real y Distinguida Orden de Carlos III fue creada por el monarca que le da nombre en 1771 y actualmente viene regida por un Decreto de 2002 en el que se señala que dicha distinción tiene por objeto «recompensar a ciudadanos que con sus esfuerzos, iniciativas y trabajos hayan prestado servicios eminentes y extraordinarios a la Nación». El Gran Maestre de la Orden es el Rey de España y el Gran Canciller el presidente del Gobierno. Tanto en la Primera República como en la Segunda, este honor se suprimió y en ambas ocasiones fue restablecido por la Restauración Borbónica en un caso y por el General Franco en el otro. En la correspondiente medalla campea la divisa latina Virtuti et Merito y luce triunfante la imagen de la Inmaculada Concepción. Es costumbre recompensar a los ministros del Gobierno una vez terminado su mandato con este reconocimiento, se entiende que por su trabajo en tan relevante responsabilidad de Estado.
El Ejecutivo socialista-comunista apoyado en una turba parlamentaria de republicanos, separatistas y blanqueadores de terroristas que padecemos ha seguido curiosamente esta venerable tradición de nuestra monarquía católica y ha otorgado en uso de sus atribuciones la Cruz de Carlos III a una serie de antiguos ministros que figuraron en Gabinetes encabezados por Mariano Rajoy y también por el actual presidente, Pedro Sánchez. Hasta aquí, todo correcto, salvedad hecha de la paradoja de que sea un Gobierno de las características del actual el que haya procedido a este reparto de tal condecoración. Sin embargo, al repasar la lista de los agraciados se tropieza con un nombre que daña a los ojos y que pone de relieve la catadura moral del que la ha elaborado, que no es otro que el hoy inquilino de La Moncloa. La inclusión de Máximo Huerta en esta pedrea es un insulto deliberado a la Corona, a la sociedad española y al decoro más elemental.
Este caballero ostenta el récord de brevedad al frente de una cartera ministerial desde la Transición, siete días exactamente fue titular de Cultura, tomó posesión el 7 de junio de 2018 y dimitió el 14 de ese mismo mes. Es obvio que en el espacio de una semana no le dio tiempo a prestar «servicios eminentes y extraordinarios a la Nación», pero es que además el motivo que le llevó a presentar la renuncia no fue precisamente honorable. El meteórico ministro de Cultura utilizó una sociedad para cobrar sus ganancias como presentador de televisión en los ejercicios fiscales de 2006, 2007 y 2008 de manera fraudulenta para tributar así por impuestos de sociedades y no por IRPF como le correspondía por la naturaleza de su trabajo. Esta argucia le permitía además descontar indebidamente como gastos cantidades que no encajaban en esta clasificación. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid le condenó a pagar un total de 365.938 euros por el importe defraudado, la multa consiguiente y los intereses de demora. En otras palabras, Pedro Sánchez nombró ministro de Cultura en 2018 a un pícaro que pretendió -eso sí, infructuosamente, lo que demuestra que a una laxa conciencia une una limitada inteligencia- saltarse con un burdo truco las obligaciones con el fisco que satisfacemos todos los años el conjunto de los españoles.
Esta lamentable anécdota para nuestra desgracia se puede elevar a categoría en un contexto en el que asesinos despiadados son homenajeados con festivas fanfarrias»
El hecho de que el secretario general de lo que incomprensiblemente todavía se llama PSOE, le seleccionara en su día para formar parte de su equipo ministerial ya resulta en sí llamativo, pero que ahora le recompense con una Orden que a lo largo de sus dos siglos y medio de existencia ha incorporado a sus rangos a tantos compatriotas eminentes y de tan destacados méritos en los campos de la política, las armas o la diplomacia, representa un ultraje inaceptable.
Una barbaridad de este calibre sólo pude ser deliberada porque atribuirla a un automatismo descuidado equivaldría a considerarla una negligencia completamente inverosímil. Esta lamentable anécdota para nuestra desgracia se puede elevar a categoría en un contexto en el que asesinos despiadados son homenajeados con festivas fanfarrias sin que la autoridad mueva un dedo, la figura del Soberano es objeto de continuas ofensas y desplantes sin que el Gobierno se inmute, se dictan medidas declaradas inconstitucionales por la máxima instancia jurídica sin que nadie pague las consecuencias, se puede pasar de curso sin aprobar y la mentira es el método habitual del jefe del Ejecutivo para comunicarse con sus administrados.
Pedro Sánchez pisotea sin pausa la dignidad colectiva y la concesión de uno de los máximos honores que nuestra Nación puede atribuir a sus ciudadanos más dilectos a un defraudador fiscal por una semana de calentar poltrona no es sino el remate de una trayectoria deplorable. Infortunada España en la que la virtud y el mérito que requiere la Orden de Carlos III han sido sustituidas por el vicio y el demérito en una descendente carrera hacia el irremisible descrédito.