ABC-IGNACIO CAMACHO
La memoria del atentado era un pretexto: en el relato paranoico de los nacionalistas, las únicas víctimas son ellos
No cabe llamarse a engaño. La conciencia victimista, inoculada desde las instituciones autonómicas con una perseverancia sin desmayo, ha arrastrado a una parte de la sociedad catalana a un delirio de ensimismamiento trastornado. La monomanía persecutoria se ha convertido en el
leit motiv político que guía el pensamiento (?) de muchos ciudadanos firmemente convencidos de vivir bajo la opresión de un régimen autoritario. En esa ofuscación emocional colectiva no hay circunstancia ni acontecimiento que escape a un enfoque de agravio. Es el paroxismo de la cultura de la queja, de la externalización del fracaso: un desvarío autocompasivo que inventa un daño para señalar como único culpable al Estado.
Sólo que hasta ahora, el lamento no había llegado al grado de suplantar el rol de las víctimas auténticas. El nacionalismo deformaba la realidad, creaba una mitología o tergiversaba la Historia con una ficticia narrativa de la independencia. Utilizaba su habilidad propagandística para construir un poder político basado en la gesticulación plañidera. Pero nunca se había atrevido a reclamar un papel preponderante por encima de la tragedia ajena. El atentado de las Ramblas le empujó a una dinámica de histeria que atravesó esa frontera con el designio de transformar el shock social en una cínica estrategia. Lo que Torra escenificó ayer supone una desaprensiva adulteración de la conciencia: escamoteó la importancia cenital de los caídos para señalar como prioridad institucional a los líderes de la revuelta.
Eso es la Cataluña oficial de hoy: una estructura corrompida por una miseria moral tan imperdonable como obscena.