Iván Igartua-El Correo
Catedrático de Filología Eslava de la UPV/ EHU
- Parece imponerse un pesimismo que hace años que no se sentía
Más allá de las imposiciones del calendario, es ya lugar común considerar que el siglo XXI arrancó con el ataque a las torres gemelas de Nueva York, un atentado tan mediático como atroz que segó la vida de casi 3.000 personas. Una entrada salvaje en el nuevo siglo que no presagiaba nada bueno.
Casi veinte años después, un golpe de nuevo inesperado, aunque de otra naturaleza, paralizó el mundo. La pandemia, de una magnitud desconocida hasta la fecha, hizo albergar sin embargo alguna esperanza acerca de la unidad y cooperación entre países para combatir al enemigo global, esta vez minúsculo pero terrible como una plaga bíblica. También alumbró, es cierto, debates más o menos peregrinos con los que la gente trató de sobrellevar las horas de vacío existencial durante los confinamientos. Uno de las más populares fue aquel que interrogaba acerca del futuro pospandemia: ¿la experiencia nos fortalecerá o, por el contrario, nos hará más frágiles en la conciencia de nuestra vulnerabilidad? ¿Del atolladero saldremos mejores o peores personas? Hubo quien no esperó a los últimos coletazos masivos del coronavirus para ofrecer una respuesta. Cuando la Humanidad estaba aún despertando del marasmo colectivo, Putin ordenó la invasión de Ucrania y con ello -y su intento de alterar el orden mundial- tensionó las relaciones internacionales en un contexto de debilidad general. La estrategia del patógeno, podría haberse llamado.
Solo transcurrieron diecinueve meses desde la irrupción rusa en Ucrania hasta la matanza perpetrada por Hamás en Israel el pasado 7 de octubre, detonante de la nueva guerra en Oriente Próximo. Como ha ocurrido en anteriores explosiones de violencia, el número de víctimas palestinas es muy superior al de las israelíes. Y en el horizonte no se atisba una solución mínimamente duradera. Los peores vaticinios del comienzo de siglo se están materializando a marchas forzadas. Solo alivia ligeramente el hecho de que China no aprovechara la guerra de Putin para armarla en Taiwán.
Descartada por aclamación (es decir, por una evidencia abrumadora) la idea de que saldríamos mejores de la pandemia, es tentador pensar que lo ha que ocurrido es justamente lo contrario. Aunque quizá ha sucedido algo mucho más sencillo: simplemente seguimos igual, tanto para lo bueno como para lo malo, lo cual significa que en las circunstancias actuales nuestras expectativas de supervivencia como especie a medio plazo han empeorado sensiblemente. No faltan quienes han puesto fecha a nuestra extinción en el planeta (quién sabe a partir de qué cálculos) y entre la élite hay incluso quien tiene la sibilina intención de abandonarlo y así salvarse de la quema, como denunció convenientemente -menos mal- la vicepresidenta Yolanda Díaz.
En el escenario doméstico las cuitas tienen otra dimensión tras la derrota del terrorismo. Pero sería insensato subestimar el alcance de las últimas maniobras políticas que, nacidas de la necesidad, no llevan a la virtud, sino más bien a desvirtuar los pilares del sistema. La imposición de las condiciones de una minoría (no solo en España, ahora también en Cataluña) hace temer por el equilibrio necesario para el mantenimiento de los principios del Estado de Derecho. En La Moncloa confiarán seguramente en el efecto amortiguador del tiempo, pero a día de hoy el acuerdo para la investidura disparatada de Pedro Sánchez ya ha lesionado aspectos cruciales para la convivencia como son la cohesión social y la confianza en el vigor equitativo del andamiaje legal. Vivir en el alambre será una opción para algunos, pero no puede serlo para el conjunto de la sociedad.
Parece imponerse, en fin, un pesimismo como hace años que no se sentía. No un pesimismo al estilo de Bryce Echenique, el del pesimista que desea que todo vaya bien. Lo que empieza a escasear es la propia esperanza, que suele ser el antídoto del pesimismo. Y si llevan razón los argentinos cuando dicen aquello de que la esperanza es lo último que se perdió, esta también acaba agotándose, en especial cuando se la maltrata.
Del declive de las ilusiones -o de la ilusión de un mundo apaciguado- me habló hace ya algún tiempo Andoni Unzalu. Con su arrebatada lucidez, trazaba un paralelo inquietante entre la situación de nuestro tiempo y la que precedió a la II Guerra Mundial. Había, en su opinión, ingredientes similares de crisis tanto política como económica y social que podían volver a acarrear consecuencias fatales. Rusia, por cierto, aún no había invadido Ucrania. Cuando Karl Schlögel, uno de los grandes especialistas en historia contemporánea, advierte de que en una conflagración global se puede entrar por diversas vías, la inquietud por la deriva de los acontecimientos actuales no hace sino aumentar.
Lo más probable, pese a todo, es que la Humanidad no esté en general por la labor de acelerar su propia destrucción. Pero hay dirigentes que hacen méritos extraordinarios para conducirla, en una medida u otra, al derrumbadero. Al igual que en el viaje definitivo de Juan Ramón, una vez que nos hayamos ido, eso sí, se quedarán los pájaros cantando.