Isabel San Sebastián-ABC
- El dinero público sí tiene dueño y quienes nos lo dejan han dicho que se acabó lo que se daba
España lleva varios lustros gastando más de lo que puede permitirse, a costa de pedir prestado el dinero que no tiene. La última vez que se cuadraron las cuentas patrias fue en época de Aznar, merced a un gigantesco esfuerzo de todos, cuando tal requisito fue establecido por la Unión Europea como condición «sine qua non» para que nuestro país pudiera integrarse en el euro. Desde entonces, no ha habido un presidente que se atuviera a la disciplina presupuestaria de rigor en cualquier hogar español y renunciara a engrosar una deuda que ya supera el cien por cien del PIB, aunque fue Zapatero quien dio vía libre al derroche, mientras tuvo acceso al crédito a un coste razonable, y ahora
es su discípulo, Sánchez, el que pretende seguir abusando de la pólvora del rey. De tal palo, tal astilla. Ellos viven convencidos de que «el dinero público no es de nadie», aplicando la doctrina establecida en su día por la vicepresidenta Carmen Calvo. Pero resulta, oh sorpresa, que tiene dueño. Y aunque el contribuyente nacional, propietario de la mayor parte, es rehén del Ministerio de Hacienda que le mete la mano en el bolsillo, los prestamistas foráneos, esos a quienes algunos llaman despectivamente «países frugales», dicen que cierran el grifo y se acabó lo que se daba. No seré yo quien se lo reproche.
España como nación se niega a aprender y aplicar una lección muy simple que cualquier españolito conoce al pie de la letra. A saber; que para pagar la hipoteca es menester hacer sacrificios, apretarse el cinturón, por mucho que duela. Y sucede que nuestra hipoteca colectiva es gigantesca. Un sumidero abrumador por el que se irá el futuro de nuestros hijos y nietos, salvo que los «malos de la película» comunitaria, los tacañones de Europa, nos obliguen a implementar de inmediato esas reformas impopulares, en parte esbozadas en época de Rajoy, que el tándem Sánchez-Iglesias se niega a plantear siquiera: la reforma de las pensiones naturalmente a la baja, de manera que la vida laboral se prolongue, lo percibido se acerque a lo cotizado, las subidas se atengan a lo posible en términos presupuestarios y el sistema no siga acumulando pérdidas millonarias; la reforma del mercado laboral en un sentido liberalizador, que le aporte flexibilidad, y un incremento de la fiscalidad indirecta significativo en términos de recaudación, más allá de la demagogia al uso consistente en castigar «a los ricos» (es decir, a los escasos contribuyentes beneficiarios de salarios altos que declaran en su integridad) con dobles vueltas de tuerca que poco aportan a las arcas del fisco y constituyen un expolio tan injusto como estéril. Sin esos ajustes drásticos de los ingresos y los gastos el boquete se irá agrandando y llegaremos a la bancarrota no por culpa de Holanda, ni de Finlandia, ni de las malvadas empresas tecnológicas, ni tampoco de la señora Merkel, sino por nuestra propia incapacidad de adaptarnos a una realidad cada vez más cruda.
Europa le ha dado mucho a España. Muchísimo. Basta ver nuestra red de comunicaciones para constatar hasta qué punto debemos estar agradecidos por la solidaridad recibida. Culpar a los socios de un problema que viene de lejos y ya era grave mucho antes del Covid es faltar a la verdad y a la decencia. Lo cierto es que la disciplina no da votos, sino que los resta. Aquí lo popular es prodigar como si no hubiera un mañana. Y como nos pasamos la vida votando, no hay quien le ponga el cascabel a este gato.