X 63

DAVID GISTAU-EL MUNDO

LO QUE necesita Torra es que alguien lo lleve a ver un muerto. Pero no uno pretérito, idealizado, estatuario, disuelto en el tiempo y la rapsodia. Un muerto de verdad, con los esfínteres sueltos, con la cara volada, con los olores correspondientes, con esas moscas pegadas que, según Arturo, son siempre las mismas en los cadáveres. Lo que necesita Torra es que alguien le explique después que ese despojo corresponde a un hombre que tenía nombre propio, familia, oficio, propósitos, fotografías de veraneo y de Navidad. Era un hombre que saludaba en el ascensor y tomaba café en el bar de la esquina, que tenía un perro y los domingos usaba el abono para ir al estadio, donde la fórmula de «dejarse la vida» se empleaba de forma recreativa, alegórica, sin que en realidad nadie le exigiera de verdad a un futbolista que muriera ahí abajo por el escudo. Lo que necesita Torra, después, es multiplicar ese muerto por 63. Y así ya estará preparado para meterse la vía eslovena bien hondo, pero bien hondo, por donde le quepa, lleno Torra de una ignominia de lunático que ni siquiera podrá mitigar presentándose voluntario para ser el primero de esos 63 muertos.

Pregúntenme ahora por qué es aberrante el nacionalismo, de cuya capacidad atrófica en el cerebro del ser humano es Torra un ejemplo arquetípico. El nacionalismo consiente hablar a la ligera de muertos en un continente que hasta no hace mucho, horrorizado, se declaró saturado de los muertos provocados por el nacionalismo y se organizó para intentar que no volviera a existir ninguno. El nacionalismo permite al presidente de una región próspera y urbanizada, rica como para que no funcionen las coartadas marxistas para la violencia, libre a la europea, dotada de cuanto una persona puede necesitar para construir una vida decente y con vacaciones pagadas, lanzar fantasías bélicas, de emancipación violenta, de muerte. Esto ya se hacía difícil de entender cuando concernía al terrorismo nacionalista de ETA, que durante muchos años pareció la única extravagancia, llena de casticismo carlista, que a España le quedaba por pulirse durante su viaje evolutivo a Europa. Asómbrense ahora que la extravagancia nacionalista se propagó hasta el punto de que los presidentes regionales piensan como terroristas y encima establecen relaciones de complicidad con el presidente de la nación que los ha de contener, todo mientras éste, Sánchez, se nombra a sí mismo Lord Protector de la Constitución usando el pretexto de la «ultraderecha».