Cristian Campos-El Español
 

En España el marketing político no lo manufacturan los partidos sino el periodismo y los periodistas se han pasado una década intentando convencer a los españoles de que Íñigo Errejón era un intelectual; Pablo Iglesias, el Napoleón de Vallecas; Irene Montero, la estudiante más deseada por las universidades de la Ivy League; y Manuela Carmena, la abuela roja que iba a convertir Madrid en la Shangri-La de la generación Z.

Que a Errejón no se le conozca una sola idea que vaya más allá del vetusto talco marxista con el que se trafica en las universidades públicas; que Iglesias fuera expulsado de la política por Isabel Díaz Ayuso sin mayor esfuerzo que el de presentarse a las elecciones; que la obra de Irene Montero se reduzca a la reducción de las penas de 1.200 agresores sexuales; y que el rasgo de Carmena más admirado por los madrileños fuera su desinterés por la ciudad (nada más destructivo que un comunista motivado) confirma que ni la mejor campaña de marketing puede convertir el agua en vino.

Pero el marketing político ha tenido también sus éxitos.

Ha convertido al socialista con los peores resultados electorales de la democracia en un titán del resistencialismo; al cantonalismo xenófobo de provincias en la derecha civilizada à la europea; y a un partido menguante como Vox en la mayor amenaza existencial que pesa sobre la democracia española.

No son éxitos menores.

El marketing no crea objetos de deseo, sino necesidades, y nada necesitaba más el PSOE en 2021, tras la dimisión de Pablo Iglesias, que un líder para la izquierda a la izquierda del socialismo que lograra retener a la mayor parte del electorado de Podemos, con una estética menos asilvestrada que la de los morados, y que resultara menos intolerable para los españoles de derechas que Vox para los españoles de izquierdas.

Y ese líder que no hacía falta que fuera bueno, pero si menos malo que la derecha a la derecha del PP, resultó ser Yolanda Díaz.

De Yolanda se dijo (lo llegaron a decir Iván Redondo y Pablo Iglesias) que sería la primera presidenta de España. Ahora sabemos que el puesto será para Pilar Alegría o Isabel Díaz Ayuso.

Pero durante unos meses el vaticinio pareció creíble. Como en el caso del Mr. Chance de Peter Sellers, el infantilismo de Sumar y de su líder parecía esconder, como un mensaje para iniciados, alguna perla de sabiduría incognoscible para el común de los mortales.

Ahora sabemos que había que leer literalmente.

Yolanda, como ese Obama al que se le concedió el Nobel de la paz antes incluso de empezar a ejercer de presidente, llegó al liderazgo de Podemos con un cartel de neón sobre su cabeza que rezaba EL EFECTO YOLANDA.

El ‘efecto Yolanda’ no tenía base fáctica alguna, pero millones de españoles creyeron que Yolanda Díaz era la Kwisatz Haderach de la nueva izquierda. La mesías de una nueva izquierda más feminista, más ecologista y más roja.

En las elecciones andaluzas de 2022, el partido apoyado por Díaz (Por Andalucía) obtuvo cinco escaños. El de Teresa Rodríguez, dos. En las anteriores elecciones, ese espacio había obtenido 17. El mal resultado se atribuyó a la división de la izquierda. División de la que ella dijo no sentirse responsable.

En las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2023, el espacio de Sumar y de Podemos fue arrasado. Podemos desapareció de casi toda España. Los aliados de Sumar perdieron el poder en Barcelona. Yolanda apoyó a Ribó en Valencia y Ribó perdió la alcaldía. En las autonómicas apoyó a Héctor Illueca y Héctor Illueca pasó de vicepresidente a no tener ni siquiera escaño en las Cortes Valencianas.

En las generales de julio, Yolanda Díaz fue incapaz de superar el resultado de Podemos en 2019. Se quedó en 31 escaños y sólo la resiliencia de Pedro Sánchez y ese bidón de gasolina extra que es el voto del nacionalismo permitió a la izquierda seguir en la Moncloa. A Sánchez no le salvó Yolanda, sino el votante independentista.

Hoy, los sondeos le dan a Sumar el 8% de los votos en las próximas elecciones europeas, 4,4 puntos por debajo de su mal resultado de julio del año pasado.

Más allá de lo demoscópico, Yolanda Díaz es la ministra de Trabajo del país con más parados de la UE. No ha conseguido evitar la ruptura con Podemos y ha convertido una inmanejable coalición de seis partidos en una ingobernable de siete. Apoyó la ley del ‘sí es sí’ y se negó a reformarla cuando la chapuza era ya una evidencia. Apoyó a Mónica Oltra poco antes de que dimitiera, a Ada Colau antes de que perdiera la alcaldía de Barcelona y a Mónica García antes de ser arrasada en las urnas por Ayuso.

Su Ley Ryder ha hecho que los repartidores cobren un 60% menos que antes. Gracias a su reforma laboral, sólo dos de cada diez nuevos contratos en España son indefinidos a tiempo completo. El 22,4% de los nuevos contratos de trabajo duran menos de una semana. Una buena parte de esos contratos se extinguen durante el periodo de prueba.

Marta Lois, su candidata en las elecciones gallegas, no arranca en los sondeos. Díaz no ha logrado aprobar el decreto que reforma el subsidio de desempleo, lo que ha acabado con la prevalencia de los convenios autonómicos sobre los nacionales y provocado el enfado del PNV. Pudiendo salvarlo, el PSOE dejó caer el decreto para darle una lección a Yolanda por su incapacidad para gestionar la relación con Podemos: los socialistas le habrían dado un ministerio a Belarra para acallar a los morados, pero Yolanda se negó.

En el terreno internacional, Yolanda Díaz se ha alineado con la Rusia de Putin, con los terroristas palestinos de Hamás y con la Sudáfrica antisemita en su disparatada acusación de genocidio contra Israel.

Sumar carece de proyecto, funciona sólo como muleta del PSOE y sus interlocutores se quejan una y otra vez del escaso nivel técnico de su equipo. Los propios socios de la coalición le dan a Sumar sólo cuatro años de vida y afirman en privado que el único factor que sostiene en pie al partido es la vicepresidencia de Yolanda. No Yolanda, sino su vicepresidencia. Sin ella, Sumar sería sólo un logo vacío.

Como criatura de Sánchez que es, Yolanda desaparecerá del escenario político cuando lo haga el presidente. A la izquierda le esperará entonces una larga travesía del desierto.