Es la hora de los hombres de estado

ÁNGEL GÓMEZ FUENTES – ABC – 14/01/16

· «“Un político piensa en las próximas elecciones; un estadista, en las próximas generaciones”, afirmaba De Gasperi, padre de la República italiana y uno de los fundadores de la UE»

«Un político piensa en las próximas elecciones; un estadista, en las próximas generaciones. Un político busca el éxito de su partido; un hombre de Estado, el de su país». Este fue su lema y el principio que inspiró a Alcide De Gasperi, primer ministro desde 1945 hasta 1953, en ocho gobiernos sucesivos, fundador de la Democracia Cristiana, padre de la República italiana y también uno de los padres fundadores de la Unión Europea, junto con Schuman, Monnet, Adenauer, Spinelli y Spaak. Fue una generación con una experiencia de vida a menudo dura, hecha de pasión por las ideas, con muchas lecturas y sentido de la historia. En el caso de De Gasperi, logró después del «ventennio» fascista consolidar la democracia y reconstruir el país, recuperando el prestigio de Italia en la comunidad internacional.

Su mérito fue prometer un futuro creíble, sin traumas y con diálogo, logrando así, en alianza con laicos, vencer al Frente Popular de socialistas y comunistas, liderado por Palmiro Togliatti, en las elecciones más dramáticas de la historia de ese país, el 18 de abril 1948. Los italianos se inclinaron por la cautela y la moderación, y se salvaron de un destino yugoslavo. Han pasado 67 años, diversas generaciones, y aquel 18 de abril permanece en la memoria colectiva de los italianos. El propio Togliatti, líder del PCI, reconocería en los últimos años que aquel triunfo de la moderación evitó a Italia el destino infeliz que luego sufrió Checoslovaquia. De Gasperi continúa hoy en la memoria de los italianos, porque marcó una etapa y fue un ejemplo: «Buscó siempre el diálogo con todos, sin tener miedo a afrontar los cambios», recuerda el ex primer ministro y expresidente de la Unión Europea, Romano Prodi.

A aquella generación de estadistas, curtidos en la gran política de años de luchas y el eco de dos guerras, y con la lección terrible e imborrable de la victoria de los totalitarismos, siguió durante los años setenta hasta final de siglo otra generación que supo heredar ciertos ideales y sentido de la historia de sus predecesores: fueron los Fanfani, Berlinguer, Kohl, Mitterrand, Felipe González, Adolfo Suárez y el Santiago Carrillo de la Transición. En cambio, Europa tiene hoy muchos políticos, en su gran mayoría inmersos en la mediocridad, sin originalidad ni coraje, casi todos homogeneizados por la banalidad y el convencionalismo de las pocas ideas dominantes.

De reconocidas élites políticas, que tenían una visión general del mundo basada en valores fuertes, hemos pasado a la ausencia de estadistas, a una clase política incapaz de comprender las grandes transformaciones de la sociedad y sin saber dar las respuestas adecuadas que exige la opinión pública. Ni siquiera la canciller Angela Merkel, elegida personaje del año por la revista «Time», es capaz siempre de tener una amplia visión europeísta. Aunque su imagen se aproxima a la de un estadista europeo, a veces cede a la tentación de tratar de imponer la supremacía germánica en la Unión Europea, para irritación de muchos de sus aliados.

El panorama que se presenta a los europeos es preocupante: la crisis económica sigue castigando a todo el tejido social y limita los márgenes para aplicar políticas sociales; la construcción de la Unión Europea se ve dificultada por contradicciones y egoísmos nacionales, al tiempo que por primera vez en muchos siglos los confines de Europa son asaltados por una gran inmigración, creando problemas y tensiones hasta ahora desconocidos. Al mismo tiempo, a sus puertas amenaza Rusia, con aspiración no solo de gran potencia, sino también con diseño neoimperial, mientras Estados Unidos se repliega porque cada día tiene menos la pretensión de ser el gran protector de Europa. Ante este dramático cambio, no es de extrañar que algunos utilicen expresiones muy fuertes, hasta hace poco impronunciables, para subrayar el nuevo escenario histórico que estamos viviendo.

Así, el primer ministro de Holanda, Mark Rutte, quien desde el primero de enero es el presidente de turno del Consejo europeo, ha advertido, en declaraciones al «Financial Times», sobre el peligro de la inmigración, teniendo en cuenta que en 2015 llegaron por mar a Europa 850.000 inmigrantes: «La Unión Europea corre el riesgo de sufrir el mismo destino del Imperio romano, si no gana el control de sus fronteras y paraliza el flujo masivo de refugiados procedentes de Oriente Medio y de Asia Central». Hasta hace poco habría sido inimaginable esta evocación que ha hecho el primer ministro holandés de dos obras fundamentales de la literatura histórica sobre la crisis de Occidente: por un lado, los seis tomos de «Decadencia y caída del imperio romano», escritos por Edward Gibbon, entre 1776 y 1789, una de las cimas de la literatura y la historiografía universales; por otro, «La decadencia de Occidente», célebre obra escrita en 1917 por el alemán Oswald Spengler, donde expone la crisis de valores en Europa, que vivía ya la tragedia de la Primera Guerra Mundial y las locuras que llevaron a la Segunda.

En este contexto, cuando la Unión Europa afronta uno de los momentos más delicados y críticos de su historia, resulta patético el panorama que ofrece la clase política europea, especialmente también buena parte de la española y en particular la de Cataluña, donde se vive una situación tragicómica. Desde Italia, país que ha admirado con asombro el progreso económico y social de España, se observa hoy con cierta sorpresa e incredulidad que estemos dando en política pasos atrás, cayendo en el peligro de la inestabilidad que tanto lamentan los italianos, porque ha sido origen de su interminable crisis económica. Con cierta euforia, el primer ministro italiano, Matteo Renzi, que ha cambiado la ley electoral para permitir una clara mayoría parlamentaria, incluyendo el balotaje o segunda vuelta, manifestó tras el resultado de las elecciones generales en España: «Bendita nuestra ley electoral, España parece la Italia de ayer».

A su vez, Felipe González ya advirtió que España se dirigía hacia un escenario italiano, pero con el problema de tener un Parlamento sin italianos. Y es que, aunque se diga que ambos pueblos son semejantes, en realidad son muy distintos, con sustanciales diferencias, que se reflejan también en la política: el español es drástico y radical; el italiano es posibilista, ambiguo, conciliador y cínico. No casan con el italiano el dogmatismo ni la intransigencia. Italia es el país de la diplomacia, con la que todo es posible y negociable, y se busca que no sean definitivos el sí o el no. Todos están dispuestos a ceder a cambio de algo: «Do ut des», una expresión que ha hecho historia, y de forma especial en la política italiana.

Ese fue igualmente el espíritu de la Transición española, que ahora también debería prevalecer en la nueva encrucijada histórica. Con ese principio, el de conciliar los extremos, la fe y la Patria, vivió precisamente De Gasperi, quien soñaba una Europa unida, incluso con un ejército europeo: «Solo si estamos unidos seremos fuertes», afirmaba De Gasperi. Su idea de Europa era muy diversa de la que se está construyendo. Para Europa, y de forma especial para España, es la hora de los hombres de Estado.

ÁNGEL GÓMEZ FUENTES ES PERIODISTA – ABC – 14/01/16