NICOLÁS REDONDO TERREROS-ABC

  • «Los grandes hitos que han configurado la Humanidad suelen ser de una naturaleza compleja, provocando consecuencias contradictorias»

Gustavo Petro, presidente recién elegido de Colombia, viene por primera vez a España desde que fuera investido. ¡Bienvenido sea el presidente de esa nación hermana! Sin embargo, antes de poner los pies en Madrid se ha descolgado con unas declaraciones muy mejorables. «El pueblo (colombiano) luchó en su día para librarse del yugo español», dice el mandatario colombiano. Es una forma de ver la historia peculiar, que mantiene la negativa inercia de seguir haciendo de España un chivo expiatorio. Un culpable que justifica todos los fracasos nacionales posteriores a su independencia.

Podría ser así, como él y otros proclaman, pero los dirigentes iberoamericanos seguirían siendo responsables de su inmediato pasado y, lo más trascendente, de su precario presente. Pero en realidad no fue así como sucedió. En primer lugar no fue «el pueblo» quien luchó y consiguió la independencia de los países de América del Sur, fueron los criollos, los más asimilados a las corrientes modernas europeas de la cultura y del pensamiento político. Cuando lo intentaron los nativos, el resultado de la independencia no se consiguió, por ejemplo la rebelión aymara de Túpac Katari.

En realidad el proceso de independencia estuvo dirigido y protagonizado por quienes sentían que España se había quedado retrasada respecto a otros países europeos. Fue un intento iberoamericano de unirse a la Europa más moderna, a las ideas ilustradas, a la razón. Ideario político que tenía poco que ver, como muy pronto se comprobó, con las costumbres y los anhelos de los indígenas. Por ejemplo, en 1824 Bolívar promulgó un decreto imponiendo la propiedad privada de la tierra, disolviendo vertiginosamente las comunas indígenas tradicionales. Esa determinación de Bolívar, como otras que se tomaron durante el largo proceso de separación, enraizaban en lo que podríamos considerar una política europea, moderna en aquel momento, pero que mantuvo alejados a los nativos de los deseos de independencia de los grandes líderes iberoamericanos.

No fue una rebelión del pueblo contra España, fue una explosión de los deseos modernizadores de una élite, que en otras zonas de América la metrópoli no había fomentado. Todos tendemos a ver nuestra historia de una forma complaciente; menos en España, que nos dividimos casi por igual, entre los que ven en aquel pasado un tiempo dorado, al que no deberíamos poner ningún reparo, y los que la rechazan, sin tener en cuenta que nuestro pasado está escrito en el libro de la historia en sus páginas doradas, justamente en aquellas ocupadas por los países que más han contribuido a la evolución de la humanidad, por lo que nos podemos sentir justamente orgullosos, y no devalúan esta afirmación los reparos y críticas que se puedan hacer al trascendental acontecimiento. También nuestros hermanos sudamericanos, por lo menos los dirigentes de última hora, influenciados por las nuevas ideologías populistas, se deslizan por la autocomplacencia, hacia un pasado embellecido, que nunca existió, sin anotar que la nostalgia suele ser un adversario temible del progreso y la prosperidad. Basta leer las crónicas del tiempo para que nos demos cuenta de la diferencia entre las bellas leyendas, que siguen contando a sus hijos a la luz de la hoguera, y la verdad. Américo Vespucio escribía a Lorenzo de Médici: «Cuando vencen despedazan a los vencidos, se los comen asegurando que se trata de un manjar delicioso…. He visto un poblado en donde trozos de carne humana salada pendían de las vigas de las casas…»

Se trató del encuentro entre dos sociedades con distintos niveles de desarrollo y, como siempre, ese conocimiento mutuo se saldó con la derrota del menos avanzado, con sangre y violencia, que por desgracia todavía hoy, viendo la invasión de Ucrania por Rusia, no podríamos afirmar que haya desaparecido. ¡Es continuo el peligro de caer en lo peor de nuestro pasado! No disimulo ni un poco de la violencia que se desencadenó en ese encuentro de dos realidades desconocidas, pero que a la vez y paradójicamente transformó en su momento la Historia. Porque los grandes hitos que han configurado la Humanidad suelen ser de una naturaleza compleja, provocando consecuencias contradictorias. Desde un punto de vista más objetivo, que rechaza tanto a los que ven nuestro pasado como la historia de un continuo fracaso y los que no ven mácula en el periodo imperial, pero también sin acomplejarnos por narraciones truculentas, con objetivos muy determinados, alejados de la historia, creo que los españoles nos podemos sentir muy orgullosos por el descubrimiento y nuestra presencia en América. Sólo el Imperio Romano fue capaz de realizar las grandes obras arquitectónicas y culturales que España ejecutó al poco desembarcar en el nuevo continente; hospitales, universidades, catedrales, ciudades, toda una obra que no tiene comparación con otros países, en aquel tiempo poderosamente expansivos, como Gran Bretaña o Francia.

No tenemos nada de lo que avergonzarnos, pero sí podemos dar las gracias a todos los países iberoamericanos por el recibimiento caluroso y entrañable recibido por nuestros abuelos, cuando los tiempos de hambre o de ausencia de libertad llevaron a muchos españoles a nuestro segundo hogar, donde nos sentimos queridos y empequeñece la añoranza de lo que hemos dejado atrás. De la misma forma recibimos a quienes, por motivos económicos o políticos, para saciar el hambre o para vivir en libertad, han llegado durante las últimas décadas a España. No tengan duda, hoy Madrid es más hispanoamericana que nunca, y lo es en un plano de igualdad. Porque por muchos discursos divisivos que se realicen, nosotros nos sentimos en nuestra casa cuando allá llegamos y ellos no van a un país extranjero cuando aquí arriban.

Esa realidad es la que los dirigentes iberoamericanos deberían preservar. Y sin ánimo de dar consejos desde posiciones de superioridad, a ustedes como a nosotros nos acucia la necesidad de asentar y fortalecer las instituciones de la democracia representativa, que no siempre ha bendecido con sus dones de igualdad y libertad a nuestros respectivos países… hasta estos aspectos negativos son compartidos en diverso grado. Y desde la experiencia, no se dejen embaucar por predicadores extremistas que vuelan desde Madrid a sus respectivas capitales, no vaya ser que rechazando lo mejor de nuestro pasado, elijan lo peor de nuestro presente y nuestro futuro. ¡Un abrazo!