José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Frente a la búsqueda de la excepción que salve al conjunto de los políticos ha de optarse por la denuncia abierta y razonada de quienes desmerecen de su función

Nuestros políticos tienen mala fama. Tanto que se los engloba bajo el término de «clase», hoy convertido en estigma. No es novedad ni exclusiva local. En todo tiempo y lugar, han sido objeto de animadversión popular. Es, al parecer, el precio que han de pagar, con independencia de su desempeño, por el mero hecho de disponer de poder. Pero, dicho esto, la fama inherente a la condición se ha deteriorado en nuestro tiempo y lugar concretos. Y pecaríamos de exceso de benevolencia si achacáramos el deterioro a la difícil coyuntura con la que les ha tocado lidiar a causa de la pandemia y la paralela crisis socioeconómica. No es -o no sólo es- el político chivo expiatorio de circunstancias adversas. Otras causas han ido acumulándose, de tiempo atrás, ligadas a su deficiente actuación y a su poco ejemplar comportamiento.

Las irregularidades que, además de ser transversales, han alcanzado a las más altas instancias del Estado son, sin duda, motivos que ayudan a explicar la desafección generalizada que en torno al cargo público se ha generado. Pero no son los únicos. Puede decirse, sin ser demasiado ofensivo, que nuestros políticos no han estado a la altura de las expectativas que en ellos había depositado la ciudadanía. O, por decirlo con menor solemnidad, y rozando el riesgo de la generalización, parecen más ocupados en sus cuitas que en los afanes del común. Valga la simplificación para lo que aquí se pretende.

La mala fama radical y generalizada -el «todos son iguales»- puede desembocar en una inmerecida descalificación, no ya de los políticos, sino de la política. Es un riesgo real que no evitan quienes, por simplismo, interés o convicción, bien se sienten perdidos en un mundo desconcertante, bien se aprovechan para sus fines del desconcierto que en aquellos han causado la arrolladora globalización y la pérdida de referentes seguros. Por fortuna, ese mismo riesgo ha servido también para alarmar a otros ciudadanos que ven en la desafección general -ingenua o interesada- respecto de la política el terreno abonado en que crecen populistas y demagogos, que, en nombre de una nueva política, prometen devolvernos a la rancia «apolítica» en que no hace tanto nos tocó criarnos.

La alarma es comprensible, y cualquier ciudadano de bien la siente en mayor o menor grado. Pero, en estos tiempos revueltos, deberá salvar, si quiere ser efectiva, ingentes resistencias. Las más fuertes provienen no de aquellos a los que se pretende rebatir, sino de aquellos a los que se quiere defender. Y es que no habría tanto promotor de la «apolítica» si a su existencia no le dieran pie y excusa quienes practican la mala política. No conviene, por ello, que, para frenar a quienes utilizan las deficiencias de los políticos a fin de promover actitudes apolíticas, se exija silencio acrítico y, en el fondo, connivente a quienes las denuncian, al objeto de depurarlas y de que la política recobre la dignidad que merece. Y es que el desprestigio que hoy sufre la política no es tanto atribuible a quienes tratan de destruirla desde fuera cuanto a quienes la socavan desde dentro con malas prácticas y conductas torticeras.

La lucha contra éstos en nombre de la genuina política es la tarea que asume el ciudadano que se afana en devolverle la dignidad perdida. No es tarea fácil. De hecho, no se emplean a veces los argumentos más adecuados para dotarla de eficacia. Así, se recurre con frecuencia a la excepción que confirmaría la regla. Y al «todos son iguales», no pocos han coincidido en replicar con honrosas excepciones, como la de una ministra de Trabajo que desempeña su labor con la misma tenacidad que acierto. Por atinado e incluso multiplicable que sea el ejemplo, no deja de ser penoso que sólo quepa salvar a los políticos por las excepciones. Penoso y poco convincente. A la excepción apelaba también la jerarquía católica del tardofranquismo cuando cubría bajo el manto de sus escasos curas obreros el aburguesamiento general del clero. La manzana sana del cesto no ejerce, por desgracia, el mismo efecto de contagio que se atribuye a la podrida. El argumento resulta, además, peligroso. Reconocer la excepcionalidad de los buenos equivale a otorgar carné de normalidad a los malos. Mejor aceptar las cosas como son y tratar de enderezarlas, mediante la crítica razonada y razonable, si se han torcido. Aun cuando, en esta labor, tampoco es que los medios y quienes en ellos nos expresamos estemos como para tirar cohetes. Salvo escasas y honrosas excepciones, por supuesto.