Cuando la nueva política perpetúa los tics de los viejos partidos

EL MUNDO 19/12/16
EDITORIAL

BUENA PARTE de los anhelos de regeneración que llevaron a Podemos y Ciudadanos a agrietar el bipartidismo estaban depositados en su capacidad para cumplir con la promesa de democracia interna. Se trata de una exigencia formulada reiteradamente por ambas formaciones y uno de los principales dardos dirigidos, y con razón, hacia los partidos tradicionales, anclados en estructuras opacas y anquilosadas. Sin embargo, han pasado dos años desde la eclosión de Podemos y Ciudadanos como fuerzas políticas nacionales y ninguna de las dos ha cumplido con su compromiso en esta materia. Aunque en la formación morada la lucha interna por el poder es más acentuada, la realidad es que tanto Podemos como Ciudadanos han consolidado engranajes internos marcados por el hiperliderazgo de Pablo Iglesias y Albert Rivera, la falta de transparencia, el descarte de las primarias para la elección de candidatos y la laminación de la disidencia.

Esta deriva se ha revelado con particular crudeza en el seno de Podemos. La pugna orgánica entre los partidarios de Iglesias y de Errejón, sumados a los del sector anticapitalista, ha derivado en hondas tensiones internas de cara a la celebración del congreso de esta formación en febrero. Iglesias y Errejón, tras mantener una reunión de dos horas a solas, apenas pactaron las fechas y los organizadores de una cita llamada a marcar el rumbo de este partido. Iglesias ha exigido el fin de las corrientes, lo que en la práctica supondría un apoyo unánime a su liderazgo, y además se ha encargado de introducir los cambios pertinentes para convertir el congreso en una proclamación de su reelección como secretario general. Lo que ha ocurrido este fin de semana en Podemos pone de manifiesto dos cosas: que la reyerta interna entre pablistas y errejonistas sólo se ha dado una tregua hasta Vistalegre II, un cónclave del que Podemos corre el riesgo de salir fracturado; y que detrás de la retórica de los adalides de la «nueva política» lo que se esconde es una dirección de corte estalinista en la que sus dos principales responsables pactan mano a mano, en un encuentro vedado al resto de la cúpula, el futuro de la organización.

Tanto la falta de cohesión como el férreo marcaje de su líder –que goza de mayoría orgánica entre las bases y dirigentes– reproducen los tics despóticos de los viejos partidos. Porque, aunque Iglesias y Errejón pretenden tapar sus agrias disputas con bromas en las redes sociales, debajo de estas fricciones subyace tanto la falta de pluralidad como una lucha por el poder en clave personal, lejos del debate de ideas prometido a la ciudadanía.

Esta decepcionante e inquietante involución tampoco puede ocultarla Ciudadanos. Y no puede por tres motivos. Primero, porque el peso excesivo de su líder impide una mayor coralidad en su cúpula y en la toma de decisiones. Segundo, porque ya han emergido voces nítidamente críticas. «Ciudadanos ha cambiado sus valores por frases huecas», aseguró a EL MUNDO recientemente la eurodiputada Carolina Punset, quien aún no ha confirmado si le disputará el liderazgo a Rivera por sus dudas alrededor del voto telemático y a través de los compromisarios en los procesos internos. Y, tercero, porque la reforma estatutaria aprobada este fin de semana ratifica la intención de Ciudadanos de castigar la disidencia interna suspendiendo de militancia, inhabilitando o incluso expulsando a los afiliados y cargos públicos disconformes. Este giro certifica el repliegue de un partido que, aunque en sus normas contempla las primarias, continúa refractario a su celebración.

La conclusión de esta tendencia regresiva es que tanto Podemos como Ciudadanos no han sabido estar a la altura de sus propósitos de democracia interna, lo que paradójicamente contrasta con el debate abierto en el PSOE y, en menor medida, el PP.

Es evidente que tanto Iglesias como Rivera son dos políticos carismáticos y con capacidad de liderazgo. Sin embargo, ni Podemos ni Ciudadanos deben reducirse a sus personas, ni tampoco ellos pretender imponerlo con métodos que perpetúan las peores trazas de aquellas siglas a las que no querían parecerse.