Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli
  • Si Feijóo no ataca de frente los profundos problemas estructurales que están llevando a España al fracaso y a la irrelevancia, su mandato en la cabecera del Consejo de Ministros no será sino una etapa más, de pendiente, eso sí, menos pronunciada que la que ahora nos da vértigo

En su recurrente vaivén sobre su estrategia política y electoral en Cataluña y en el País Vasco -la ciudadanía de estas Comunidades ha perdido la cuenta del número de “giros” realizados por el Partido Popular en esas montaraces tierras-, plasmado en sucesivos planteamientos más o menos conniventes con los postulados nacionalistas y en frecuentes cambios de liderazgo, el Partido Popular ha dado un nuevo viraje con la llegada de Alberto Núñez Feijóo a la presidencia nacional. Se trata ahora, según ha verbalizado recientemente el flamante jefe de filas de los populares, de ofrecer al electorado catalán y vasco un catalanismo y un vasquismo “cordiales”, con respeto a los símbolos, bandera, himno, día de la patria, y a los elementos definidores de las supuestas naciones, lengua, historia, derecho foral y fiscalidad diferenciada. Hay que distinguir, nos instruye el gallego tranquilo con cuatro mayorías absolutas a sus espaldas en su región natal, entre “catalanismo” y “nacionalismo” porque, nos aclara, se puede ser catalanista sin ser nacionalista. Veamos. Las cúpulas de la planta séptima de Génova 13 nunca han entendido que el problema radica en los sufijos. Efectivamente, se puede ser catalán y español sin ningún problema porque las formas de ser español son diversas, extremeño, andaluz, castellano, aragonés, valenciano y demás. Ahora bien, catalanista y español ya es otro asunto. Ese “ista” enreda la cosa porque inevitablemente implica que la catalanidad no es simplemente un conjunto de características políticamente inocuas fácilmente integrables en una españolidad común, sino que contiene componentes deliberadamente diferenciadores y tendencialmente reivindicativos. En otras palabras, la identidad étnica, religiosa, lingüística, histórica o cultural deja de ser inofensiva cuando se blande como arma política.

En medicina, las vacunas fueron un descubrimiento capital que revolucionó la ciencia de la salud. La inoculación de un micropatógeno muerto o atenuado en el organismo humano genera defensas en cantidad suficiente para derrotar al invisible agresor en futuras infecciones. Los dirigentes del PP una y otra vez intentan aplicar por analogía este fenómeno biológico al campo de su relación con el nacionalismo periférico. Si utilizamos con naturalidad la senyera y la ikurriña, si permitimos que la lengua oficial del Estado sea excluida de las aulas y de la vida oficial y pública, si transferimos competencias a mansalva, incluso aquellas que por su condición no debieran ser cedidas, y prodigamos reconocimiento, halagos, inagotables oportunidades de latrocinio y bombo protocolario a los jerarcas nacionalistas, éstos, agradecidos y satisfechos, no rebasarán el orden constitucional, aceptarán la Corona, se comportarán lealmente y se mantendrán dentro del perímetro que marca la unidad nacional. Si después de cuatro décadas de aplicación de este enfoque con el éxito descriptible constatado, Feijóo continúa creyendo que puede funcionar, o bien pretende engañarnos o se autoengaña o, lo que sería aún peor, asume que la identidad posee valor político y moral al mismo o superior nivel que la libertad, la igualdad y la justicia. Ninguna de las tres posibilidades resulta tranquilizadora.

Debe ser neutralizado, si es agresivo, con toda la fuerza del Estado de Derecho y, si es pacífico, con todos los instrumentos institucionales, financieros, legislativos y educativos posibles porque tarde o temprano hará arder las calles

Su paisano y antecesor en el cargo orgánico que él ostenta actualmente no era partidario de los líos y sustentaba la curiosa idea de que éstos desaparecen si uno los ignora. Las consecuencias de tan peregrina opinión también han quedado patentes. Pues bien, el nacionalismo identitario, que acaba derivando necesariamente en separatismo violento como en los casos catalán y vasco o en brutales agresiones transfronterizas, véase la guerra de Ucrania, es obviamente un lío y un lío tremendo que no admite soluciones endebles. Ha de ser confrontado con coraje y decisión en los ámbitos intelectual, ideológico, cultural, ético, legal, político, social y electoral. No hay vacuna de su misma especie que lo prevenga ni apaciguamiento mediante concesiones que lo calme porque es esencialmente maligno. Debe ser neutralizado, si es agresivo, con toda la fuerza del Estado de Derecho y, si es pacífico, con todos los instrumentos institucionales, financieros, legislativos y educativos posibles porque tarde o temprano hará arder las calles. No hay que darle ni agua y hay que evitar a toda costa que envenene a las sociedades en las que opera. No es un potencial aliado frente al otro gran partido nacional, es un enemigo mortal de la democracia y de la libertad al que hay que desdentar antes de que muerda.

Cuando el pasado 6 de mayo Alberto Núñez Feijóo se colocó tras el atril del Círculo de Economía de Barcelona -esa elástica organización que Arcadi Espada denomina con su ácido ingenio el “Círculo Cuadrado”- e intentó contentar al auditorio de empresarios, profesionales, altos funcionarios y profesores que componen hoy esa elite acomodaticia, pusilánime, oportunista, venal y enganchada a la ubre pública que fuera en otros tiempos una pujante, innovadora, dinámica e ilustrada burguesía, les ofreció un mensaje destinado a regalarles el oído, pero en realidad compuso una figura patética. Al renunciar a decirles a la cara las verdades que merecían sobre su colaboracionismo solapado con el golpismo y su equidistancia viscosa entre la Constitución y la rebelión, masajeando en cambio sus egos supremacistas con recetas inanes sobre “nacionalidad”, “neocentralismo”, “bilingüismo cordial” y “liderazgo catalán”, no sólo no ganó su favor, sino que despertó su desprecio, envuelto, eso sí, en cortesía condescendiente y elogios rituales. La prueba más clara de su error fue la untuosa aprobación que recibieron sus palabras. Otro efecto negativo de su intervención fue confirmar a los centenares de miles de catalanes que desean seguir siendo españoles y que quieren que en Cataluña sus derechos sean protegidos y que impere la ley, que nada pueden esperar de él y de la enésima contorsión del PP hacia la aceptación de un nacionalismo diluido.

Por supuesto, Feijóo es libre de llamar cordialidad al entreguismo, decepcionando de nuevo a los pocos votantes que le quedan en Cataluña y engordando las urnas con papeletas de Vox, aunque probablemente es lo que corresponde a un gobernante que en su Galicia natal ha copiado fielmente las políticas lingüísticas nacionalistas. Es innecesario decir que un Gobierno de la Nación presidido por él traerá un alivio considerable a la situación de bochorno, indignación y desesperación que genera en millones de españoles el manicomio sectario e incompetente que es hoy La Moncloa, pero si no ataca de frente los profundos problemas estructurales que en los ámbitos institucional, cultural y moral están llevando a España al fracaso y a la irrelevancia, su mandato en la cabecera del Consejo de Ministros no será sino una etapa más, de pendiente, eso sí, menos pronunciada que la que ahora nos da vértigo, de nuestro inexorable descenso a los infiernos de la quiebra y la disgregación.